lunes, 2 de febrero de 2015

La invención del ejido

A cien años de haber sido incluido el ejido en la ley agraria, Emilio Kourí revisa de manera crítica la evolución de esta forma institucional para redistribuir la tierra en México. Lo que en 1912 empezó como un proyecto intelectual, hoy no suscita curiosidad alguna, pues se ha convertido en una obviedad histórica.

El 6 de enero se cumple un siglo desde que, en medio de una gran guerra civil, la facción carrancista promulgó en Veracruz una ley agraria que sin de verdad proponérselo marcó el comienzo y rumbo de la reforma agraria más extensa en la historia moderna de América Latina. A lo largo de más de siete décadas los gobiernos emanados de la Revolución le dieron cauce a una enorme transformación del orden legal y de la distribución social de la propiedad rural en México. Empujada a ello primero por las exigencias y luchas de nuevas organizaciones campesinas y pronto también por el irresistible atractivo de su potencial clientelista, la Revolución acabó repartiendo mucha tierra, y no sólo mala. El cardenismo (asistido por la Gran Depresión) fraccionó buena parte de las grandes haciendas, demoliendo sin miramientos una longeva institución económica y social que simbolizaba no sólo la consolidación de la propiedad territorial y del poder local desde mediados del siglo XIX, sino también el legado de conquistas, sujeciones y depredaciones virreinales. Para 1991, cuando se enmienda la Constitución para ponerle fin al reparto, más de dos terceras partes de las tierras y los bosques de México habían sido sujetos de la reforma agraria. Mucho hay por debatir acerca de los costos y beneficios, los vicios y virtudes, o las aspiraciones y fracasos del reparto de tierras de la Revolución, pero en cualquier caso lo cierto es que la magnitud de ese cambio institucional en la propiedad territorial es comparable sólo al que se produjo a raíz de la conquista española en el siglo XVI.
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Lo que dio forma a esa gran reforma social del siglo XX fue una institución sui generis de nombre e inspiración antiguos: el ejido. En su acepción moderna, el ejido de la Revolución hace su primera aparición formal en la ley del 6 de enero de 1915. A 100 años de distancia vale la pena reflexionar un poco sobre los peculiares orígenes de ese ejido nacido de la Revolución, una institución que no obstante haber sido algo prácticamente nuevo se imagina (y se justifica) aún como tradicional y autóctona. Lo que sigue, pues, es también una meditación sobre los usos contemporáneos de la historia; cuando las políticas implementadas para reformar el presente se fundan en ideas acerca de un pasado que existe apenas en la imaginación, los resultados reales no suelen ser los deseados.
Que una revolución destruya lo que es injusto o no funciona para intentar algo nuevo y diferente —con o sin éxito— es lo usual, y en el caso de México la reforma agraria de la Revolución inventó al ejido. De que es una invención moderna no debe quedar duda, como se verá enseguida. El ejido nació como un arreglo provisional, casi accidental, pero en menos de dos décadas se consolidó como el principal instrumento para la redistribución gubernamental de la tierra. De tal modo, tarde o temprano hubo ejidos no sólo en Morelos o Puebla, blancos inmediatos y estratégicos de la ley carrancista (para contrarrestar allí los atractivos del zapatismo), sino también en otros lugares muy disímiles: en los desiertos de Sonora, en las planicies costeras de Veracruz, en los campos algodoneros de La Laguna, en la sierra de Chiapas y en los fértiles valles del Bajío, por mencionar sólo algunos. A pesar de la enorme diversidad etnocultural y ecológica de México, la reforma agraria acabó significando (casi) siempre una sola y misma cosa: el ejido. ¿Por qué la forma de la reforma? Queda bien claro que el país necesitaba urgentemente redistribuir la tierra y que mucha gente del campo estaba dispuesta a luchar contra viento y marea por obtener lo que la Constitución de 1917 ofrecía, pero eso no explica la sorprendente uniformidad en el arreglo institucional del reparto a lo largo del tiempo y del espacio.
Lo inusual del caso mexicano es que fue una reforma agraria que se puso en marcha inicialmente con la idea de restaurar, al menos provisionalmente, algo del pasado, modos de tenencia de la tierra y de organización comunitaria que supuestamente antes habían existido y funcionado bien. Por razones coyunturales y de modo imprevisible, esas nociones (erróneas) del pasado rural terminaron por marcar decisivamente el diseño institucional del reparto agrario. Las revoluciones modernas (Francia, Rusia, China, Cuba) casi siempre se imaginaron a sí mismas como grandes rompimientos progresistas, voraces destructoras de un pasado lleno de oprobios. No así la reforma agraria de México, cuya lógica y justificación apuntaron en la dirección opuesta; se atacó un pasado, sí, el del voraz latifundismo porfirista, pero sólo para reponer otro: el de la armonía natural de las comunidades indígena-campesinas. El ejido de la Revolución nació como proyecto intelectual (entre 1912 y 1915) con la idea de reconstituir, más por necesidad política que por convicción o admiración, las formas y prácticas colectivas de tenencia agrícola y organización social supuestamente características de las poblaciones autóctonas de México, cuyos orígenes se remontaban a los pueblos coloniales de indios y a través de ellos a los calpullis del mundo indígena prehispánico —prácticas colectivistas que supuestamente habían pervivido sin mayores trastornos internos hasta que el liberalismo individualista de La Reforma las había condenado a morir—. Para restablecer la paz rural tras la caída de Porfirio Díaz no había más remedio que acceder a restituir algo de esos espacios de propiedad y de esa praxis comunitaria. Para Luis Cabrera, arquitecto de la propuesta y liberal convencido, se trataba de un retroceso estratégico; para Andrés Molina Enríquez, filósofo del argumento, aquello era simplemente una verdad de las nuevas ciencias de la evolución humana —la mayoría de la población mexicana no estaba lista todavía para aprovechar las ventajas de la propiedad privada individual—. La restauración comunitaria, pensaban ambos, sería sólo temporal, pero por lo pronto la mejor opción era reconocer que tanto por arraigo cultural como por tradición ancestral la tenencia y el uso colectivo de la tierra eran las formas más auténticamente mexicanas de relacionarse con la propiedad.
Así, por razones tanto políticas como históricas, la solución al problema agrario de ese momento resultaba clara: la propiedad comunal era lo que la gente más humilde del campo (los indios sobre todo) entendía mejor, lo que más convenía a sus necesidades presentes y, además, al parecer, lo que decían que querían los zapatistas alzados en armas al otro lado del Ajusco. En realidad, como se verá enseguida, ni el proyecto político ni la reforma agraria del zapatismo tenían nada que ver con todo este entramado, y a pesar de que en la historia oficial y en la de los académicos se ha insistido siempre en vincularlos, el ejido de la Revolución tuvo muy poco en común (y en mucho estuvo en fundamental oposición) con las reformas que perseguía el zapatismo. Ese ejido, el moderno, se apoya en nociones preconcebidas sobre la cultura y la historia de las poblaciones rurales de México, nociones que —hoy sabemos— carecen de fundamento.
Luis Cabrera redactó la ley agraria del 6 de enero de 1915, la cual declara nulas todas las enajenaciones de “tierras, aguas y montes pertenecientes a los pueblos, rancherías, congregaciones o comunidades” causadas por la aplicación indebida de las Leyes de Reforma. El artículo 3 reza: “los pueblos que necesitándolos, carezcan de ejidos o que no pudieren lograr su restitución… podrán obtener que se les dote del terreno suficiente para reconstituirlos conforme a las necesidades de su población”. He ahí, en breves palabras, la esencia del programa de reforma agraria que siguió la Revolución. Vendrían luego diversas modificaciones, quizás ninguna más importante que la inclusión de núcleos de población sin categoría política como posibles peticionarios (peones de hacienda, jornaleros y otros sin vida comunitaria formal), pero el trazo original —repartos colectivos, lógica reconstitutiva, mediación gubernamental— se mantuvo inalterado. Como ni Cabrera ni Carranza eran amigos de lo comunitario, la ley también menciona que “no se trata de revivir las antiguas comunidades, ni de crear otras semejantes”, advirtiendo que eventualmente “la propiedad de las tierras no pertenecerá al común del pueblo, sino que ha de quedar dividida en pleno dominio”, para lo cual promete una ley reglamentaria que “determinará la condición en que han de quedar los terrenos que se devuelvan o se adjudiquen a los pueblos y la manera y ocasión de dividirlos entre los vecinos, quienes entretanto los disfrutarán en común” (art. 11). Pero todo esto último quedaría finalmente en el olvido.
La idea de reconstituir la propiedad comunal de los pueblos (denominarla “ejido” fue una de las muchas confusiones que marcaron la génesis de la reforma agraria) para remediar los daños causados por las desamortizaciones civiles de La Reforma y las privatizaciones del régimen porfiriano tomó forma durante la primera década del siglo XX, principalmente en los diversos ensayos histórico-sociales de Andrés Molina Enríquez. En 1912, tras el arribo de Madero a la presidencia y con las exigencias agrarias del zapatismo de por medio, el tema se ventiló en varias ocasiones dentro de las esferas gubernamentales: primero en un par de estudios preparados a comienzos de año por una Comisión Agraria Ejecutiva nombrada por la Secretaría de Fomento, luego en un proyecto de ley presentado en octubre ante la XXVI Legislatura por el diputado Juan Sarabia, del Partido Liberal (redactado junto con Antonio Días Soto y Gama, ambos de filiación anarquista y potosina), y finalmente en el después famoso proyecto de ley del diputado Luis Cabrera sobre “la reconstitución de los ejidos de los pueblos”, presentado el 3 de diciembre. Entre los dos textos de Cabrera (el proyecto de 1912 y la ley de 1915, ambos de inspiración contrazapatista) hay apenas un par de años, y su distancia conceptual es también muy corta.
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Más allá de los detalles, todas estas propuestas (todavía entonces minoritarias) en pro de la reconstitución comunal se anclaban en una visión común de cómo y por qué había cambiado el campo mexicano en la segunda mitad del siglo XIX. Según esta interpretación —que surgió entonces y se popularizó a lo largo del siglo XX— la tenencia comunal de la tierra en los pueblos era una práctica de profundo arraigo y enorme aceptación local que se caracterizaba, con raras excepciones, por su equilibrio, equidad, relativa transparencia y buen funcionamiento. La propiedad comunal era el cimiento legal de la perdurable organización social de los pueblos. Aquella tradicional estabilidad fue trastocada por la aplicación de la Ley Lerdo de 1856, el gran parteaguas histórico. El nuevo régimen de propiedad individual ideado por el liberalismo obligó a desamortizar los bienes de las corporaciones civiles, muy en contra de la voluntad de los habitantes de los pueblos. Las consecuencias de toda esa transición forzada, se creía, habían sido dramáticas y funestas: cada pueblo se defendió como pudo, pero el poder del gobierno junto con sus aliados fuereños —capitalistas, letrados, terratenientes, rurales— fue casi siempre mayor. Germinaron entonces los abusos, la corrupción, los engaños, la trampa, y para comienzos del siglo XX México se había convertido en un país de pueblos casi sin tierras, de labradores desposeídos y empobrecidos rodeados por un mar de haciendas —viejas y nuevas— alimentadas por la penuria de una creciente población de peones, jornaleros y medieros. Las injusticias, la rabia y el resentimiento acumulados al margen de ese desastroso proceso explicaban el origen de las sublevaciones agrarias que habían aflorado como parte de la movilización antiporfirista. De todo esto se desprendía que la solución lógica consistía en reconstruir los ejidos de los pueblos.
En apoyo a dicha recomendación existían además otros razonamientos de peso. El argumento histórico que vinculaba los abusos del ancien régime con el surgimiento de las rebeliones agrarias se apoyaba a su vez en una serie de ideas acerca del significado de la raíz comunalista en la historia de México. Aquí el asunto medular era cultural; se trataba de entender la relación entre las culturas de México y las diferentes formas de organización social. La cuestión es compleja y difícil de encapsular, pues en ella se entrelazan diversas concepciones decimonónicas de la filosofía, la política, las ciencias sociobiológicas y del pensamiento racial. Quizás lo más sencillo es decir que cuando comienza la Revolución existen tres diferentes líneas de pensamiento social que, por vías y motivos muy distintos, coinciden en señalar que la propiedad colectiva de la tierra había sido, era y/o debía seguir siendo un aspecto fundamental del orden social de los habitantes de México. La primera provenía del positivismo, con variopintas influencias de Comte, Spencer y Darwin, entre otros. Se pensaba que la evolución cultural de las distintas colectividades humanas procedía a ritmos diferentes, y que a cada etapa en el desarrollo social le correspondía un tipo particular de relaciones de propiedad, en escala ascendente. Según esta lógica, la propiedad comunal era sin duda el esquema más adecuado para la mayoría de los mexicanos de principios del siglo XX, dado su evidente atraso evolutivo: querer imponerles cualquier otro régimen de propiedad produciría resultados catastróficos, tal y como se había visto en los 50 años que precedieron a la Revolución. La segunda línea de análisis venía del anarcocomunismo, con influencias directas de Kropotkin, Reclus y varios más. Aquí la tenencia comunitaria de la tierra era simplemente la expresión natural del instinto de cooperación social, de la solidaridad grupal innata y de la cohesión inherente en la libre asociación, todas ellas virtudes propensas a la expansión como parte del avance de la evolución histórica de la humanidad visualizado por el anarquismo. La tercera línea era más ecléctica y pragmática. Por un lado se reconocía que en Morelos y en otras partes lo que los sublevados exigían eran tierras para sus pueblos, por las razones que fuesen, y además —si es que se iba a redistribuir tierra— el reparto grupal prometía ser menos complicado y más rápido que el individual. Y a esto se sumaba, por otro lado, un incipiente elemento nacionalista: comenzaba México en aquel entonces a vincular su identidad como nación moderna con las glorias de sus antiguas civilizaciones indígenas, y desde esa perspectiva se abría la posibilidad de definir a la propiedad comunal menos como un vestigio de primitivismo cultural y más como un aspecto distintivo de una larga y orgullosa tradición cultural propia. Y así, cada cual a su manera, y a pesar de sus múltiples incongruencias, todos estos caminos mentales parecían conducir de vuelta al ejido.
En su conjunto, estos argumentos histórico-culturales contribuyeron a que el ejido se llegara a concebir como la forma institucional natural —la más mexicana— para la redistribución de la tierra en México. Tendrían que pasar 20 años —entre luchas y debates y a pesar del desagrado explícito de todos los presidentes anteriores a Cárdenas— para que el ejido consolidara su forma. Pero muchas de sus principales características definitorias (dotaciones colectivas y no individuales, inalienabilidad de la tierra, derechos de propiedad restringidos, supervisión gubernamental de la vida comunitaria) quedaron incluidas desde un principio, y todas ellas se derivan directamente de la matriz de ideas y argumentos recién descrita. Queda bien claro que echar a andar el reparto no fue nada fácil, pues no era sólo cuestión de ideas, y que en sus primeros 25 años la reforma agraria enfrentó enormes retos sociales (una constante oposición política y judicial, la feroz resistencia de muchos hacendados y mucha violencia en el campo). Lo revelador, sin embargo, es que los grandes conflictos de aquella primera época giraron no en torno a la forma institucional de la reforma sino a otros cuatro asuntos fundamentales: primero, si se debía o no expropiar y repartir tierra, y luego si los gobiernos tendrían la voluntad y capacidad de hacer valer la ley; segundo, si las expropiaciones debían ser pagadas o no y cómo; tercero, quiénes tendrían derecho a recibir tierra, y cuánta; cuarto, qué tipo y extensión de tierras quedaría sujeta a expropiación. Ninguna alternativa institucional al ejido fue considerada seria y sostenidamente. A partir de 1920 decir reforma agraria en México equivalía, con raras excepciones, a hablar de ejidos. Y esto no se explica por la ausencia de otras ideas o esquemas, sino por la rápida naturalización de la forma ejidal y su incorporación a la legislación y reglamentación que rigió la reforma agraria. Piénsese, por ejemplo, en el tipo de redistribución de la propiedad agrícola propuesta por el villismo en el norte: fraccionamiento de las haciendas, colonias agrícolas, lotes privados a título individual, etcétera. ¿Por qué no se implementó allí un modelo como ése? La historia rural de buena parte del territorio mexicano y de sus poblaciones tiene muy poco en común con la saga de los pueblos desposeídos cuya propiedad comunal clamaba por ser reconstituida, y sin embargo el reparto agrario propagó la organización ejidal sin distinción sociocultural o geográfica de tipo alguno.
La historia oficial generada por la Revolución —en libros de texto, ceremonias públicas, representaciones artísticas y demás lecciones de civismo— promovió eficazmente la naturalización del ejido. La historiografía académica hizo más de lo mismo. Con el tiempo, los fundamentos ideológicos de la narrativa original en pro de la naturalidad de la forma ejidal perdieron su atractivo, pero la interpretación genérica del proceso histórico que derivó en el ejido encontró nuevos soportes conceptuales. El positivismo y el evolucionismo racista cayeron en desuso y el entusiasmo anarquista gradualmente se disipó; entonces el comunismo en ascendencia quiso ver al ejido como preludio a la colectivización de la producción agrícola, mientras que el indigenismo revolucionario y el relativismo cultural en la antropología le brindaron al ejido nuevos aires de legitimidad nacionalista e inevitabilidad histórica. Hoy —como a lo largo de gran parte del siglo XX— la génesis del ejido de la Revolución no suscita curiosidad alguna, pues la versión del pasado en que está inserta ha llegado a alcanzar el rango más excelso: es una obviedad histórica. Todos creemos saber —¿o no?— que la ancestral organización comunal de los pueblos garantizó por largo tiempo su supervivencia con cierta equidad interna, que las Leyes de Reforma obligaron a los pueblos a subdividir la propiedad contra su voluntad, con consecuencias desastrosas, que la rapiña rural porfirista y la humillante miseria en que ésta sumió al campesinado fueron la causa principal de la revolución agraria, cuyo gran héroe y mártir fue Emiliano Zapata, y que el fruto de toda esa sangrienta lucha fue el reconocimiento a nivel nacional de los derechos de propiedad colectivos y su reconstitución —ardua, compleja, lenta, a veces también chueca— a través de una reforma agraria ejidal. Es así como se ha resumido al ejido: la solución congénitamente mexicana —a la vez revolucionaria y tradicional— para un problema histórico mexicano. Y a fin de cuentas, para los que se han convencido de que el calpulli es de verdad “el antecedente lejano del ejido” —como nos dice el sitio de internet de la actual Secretaría de Desarrollo Agrario, Territorial y Urbano (SEDATU)— las demás explicaciones sobran.
Acaso si a raíz de la reforma agraria el campo mexicano se hubiera encaminado hacia una prosperidad, paz y equidad más duraderas, importaría muy poco examinar la enquistada mitografía que abrigó la génesis y propagación del ejido de la Revolución. Pero como el panorama rural es hoy en día —y desde hace tiempo— bastante desolador, puede ser que el análisis crítico de esa historia sirva para algo más que ajustar algunas viejas cuentas con el quehacer histórico. No se trata de echarle la culpa al ejido de los abrumadores problemas del campo; culpas y culpables —en diversos momentos y lugares— hay de sobra, y las de la institución ejidal ciertamente no son las más graves. No se trata tampoco de hacerle una sucinta apología ex post facto a las supuestas virtudes superiores de la propiedad privada; ésa es la lectura simplista y contrafactual a que acude automáticamente el pensamiento neoliberal actual. La propiedad colectiva puede funcionar —y en ciertos casos funciona— muy bien, por lo que descalificarla de entrada es una tontería producto de grises prejuicios ideológicos. Lo que no se puede es asumir ex ante, en el diseño y la implementación de políticas públicas, que la organización comunal de la propiedad agrícola va a funcionar bien por razones culturales de carácter congénito o de connaturalización histórica; ése es un esencialismo peligroso y en esto, como en tantas otras cosas, el sueño de la razón puede acabar produciendo monstruos.
Toca entonces comenzar a desnaturalizar al ejido de la Revolución, repensando aspectos clave de los procesos histórico-sociales que le dieron vida, para así empezar a entender mejor cómo la reforma agraria mexicana adquirió su identidad y a qué precio. Por razones de brevedad, lo que resta de este ensayo se centra en tres cuestiones fundamentales, esbozando argumentos que se detallan en un libro de próxima aparición. La primera pondera una confusión semántica y conceptual en el corazón de esta historia: la contradicción en términos entre la definición histórica del ejido y su reinvención comoejido agrícola en manos de los intelectuales de la Revolución. Las otras cuestiones abordan los dos grandes pilares historiográficos en que se apoya la interpretación canónica de los orígenes y razones de la reforma agraria ejidal: el funcionamiento real del régimen de propiedad comunal en los pueblos antes de 1856 (y las diversas razones por las que la tenencia colectiva disminuyó notablemente en las décadas finales del siglo XIX), y la relación —más allá de la mistificación— entre las reformas legales y políticas por las que pugnó el movimiento zapatista y el ejido que finalmente instauró la Revolución.
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El ejido agrícola de la Revolución. En su acepción original, “ejido” era el nombre de uno de los varios tipos de tierra y formas de propiedad que componían el patrimonio de los pueblos de Castilla en la época de la conquista española. Los ejidos eran, por lo general bosques, dehesas o agostaderos en las afueras de los pueblos (de ahí el nombre del latín,exitus), cuya posesión y uso se hacían de manera colectiva. Las mercedes reales y las Leyes de Indias que reorganizaron la estructura legal de las comunidades indígenas conquistadas y las convirtieron en pueblos coloniales procuraron replicar las mismas categorías jurídicas de posesión y uso de la tierra que tenían los pueblos castellanos  —no sólo el ejido, sino los propios, el fundo legal, las tierras de repartimiento y eventualmente las tierras de las cofradías—. En México no todos los pueblos coloniales tuvieron ejidos, pero sí la mayoría de los del altiplano central. Lo que definía a los ejidos, su esencia, era que no eran ni podían ser para la agricultura, sino para pastoreo, recolección de maderas y frutos silvestres. Por eso con frecuencia fue en los llamados montes donde se localizaron los ejidos de los pueblos. Mientras que la agricultura se practicaba en tierras repartidas de uso y posesión exclusivamente familiar, el ejido era de todos y para el uso de todos los vecinos del pueblo. En el campo la gente sabía muy bien lo que era el ejido y para qué servía, y la legislación antigua no admitía confusión al respecto; el ejido, dice el diccionario de Escriche (1874), es “el campo o tierra que está a la salida del lugar y no se planta ni se labra, y es común para todos los vecinos… Los ejidos de cada pueblo están destinados al uso común de sus moradores; nadie por consiguiente puede apropiárselos ni ganarlos por prescripción, ni edificar en ellos, ni mandarlos en legado”. Y el de Covarrubias, de 1611, decía ya exactamente lo mismo.
Las Leyes de Reforma mandaron la desamortización de propios y tierras de repartimiento, permitiendo mantener la propiedad corporativa únicamente de los ejidos, excepción que fue más tarde rescindida, en el Porfiriato. Para principios del siglo XX la propiedad de los pueblos del centro de México que no había sido desamortizada era en su mayoría ejidos, y por eso las autoridades federales y estatales que entonces se ocupaban de esos asuntos comúnmente emplearon el término “ejido” para referirse indistintamente a las diversos tipos de tierra que habían pertenecido a los pueblos, borrando así las antiguas diferencias entre categorías de propiedad. Cuando a principios de 1912 Madero enfrenta varias sublevaciones rurales, la Comisión Agraria Ejecutiva nombrada para buscarle solución al problema agrario sugiere “la reconstrucción de los ejidos de los pueblos”. Queda claro que en realidad no se referían a ejidos, sensu stricto, sino a tierras de cultivo, al igual que los posteriores proyectos de ley de Antonio Sarabia y Luis Cabrera. Sería un error pensar que ésta fue una mera confusión semántica sin mayor importancia o consecuencia; los ejidos y las tierras de cultivo tenían en realidad muy poco en común, no sólo en términos de su uso sino en cuanto a la distribución de derechos de propiedad en cada cual. Los ejidos eran propiedad comunal de uso colectivo, pero las tierras agrícolas (aunque también nominalmente de propiedad comunal) habían estado siempre parceladas y tenían dueños particulares de facto. Los zapatistas entendían bien estas diferencias, como se ve claramente en el Plan de Ayala. No así la Comisión (o, poco después, Luis Cabrera); surge así un nuevo concepto, hasta entonces antinómico: el ejido agrícola. Es una idea que mezcla sin reconocerlo el nombre y los atributos de un tipo de propiedad comunal (el ejido) con los muy diferentes usos y derechos asociados a otro (la tierra de repartimiento agrícola), y lo imagina todo antiguo y tradicional, apenas una reconstrucción y nada más. Como por arte de magia las prácticas comunalistas del ejido colonial se transfieren al ámbito del cultivo agrícola (que poco tenía de comunal), asumiendo que al fin y al cabo ambos reflejaban las mismas proclividades de carácter cultural. En palabras de la Comisión, el ejido agrícola reconstituiría “prácticas y costumbres que mantienen la solidaridad de los pueblos…; además, aquellas costumbres son tradicionales, en nada perjudican a la sociedad y fueron instituidas porque se adaptan a las tendencias, a las inclinaciones, a la manera de ser de los pueblos que las practicaron”. Éste sería, con pequeñas modificaciones, el nuevo ejido que prometería recrear la ley carrancista de hace un siglo, con la dificultad de que el pasado comunal que el ejido de la Revolución pretendía emular en realidad no había sido tal.
La propiedad comunal de los pueblos. La historia de la destrucción liberal y de la reconstrucción revolucionaria de la propiedad comunal de los pueblos (viejos y nuevos) se funda en ciertas ideas más o menos fijas sobre la naturaleza del régimen comunal antes de 1856, ideas que han compartido lo mismo muchos historiadores que el grupo de intelectuales y políticos que dieron forma al reparto agrario. Dicho muy brevemente, se supone que la tenencia comunal de la tierra representaba un conjunto coherente de prácticas sociales estables, de amplia aceptación a nivel local, que respondían a una lógica operativa muy diferente a la que rige en la propiedad privada. Según esta visión, las comunidades (pueblos, rancherías, congregaciones, etcétera) eran dueñas y administradoras de sus tierras; la parte medular de ese arreglo era que la distribución interna del acceso a la tierra agrícola era inclusiva y —si bien no igualitaria— tendía en principio a procurar cierta equidad colectiva. Los vecinos —hijos del pueblo— tenían sólo derechos de usufructo, la colectividad protegía el patrimonio del común y ese compromiso, heredado y compartido, generaba un sentido muy fuerte de identidad grupal. Vista de este modo, la organización económica y política de la comunidad territorial era la expresión institucional de un sistema de afinidades culturales que surtía grandes beneficios a todos los miembros de la colectividad, lo que a su vez explicaba su enorme arraigo popular. Si la propiedad comunal de verdad había funcionado así —y si el embate privatizador liberal había sido en realidad la única o la principal causa de su desmoronamiento— entonces su reconstitución era una proposición no sólo justa sino también sensata. Pero ¿qué tal si resulta que la propiedad comunal de hecho operaba de un modo muy diferente? ¿Y si los documentos históricos muestran que la existencia de derechos de propiedad privados y exclusivos de facto dentro del espacio nominalmente comunal era una realidad corriente y cotidiana en los pueblos desde mucho antes de 1856, y que en ellos la desigualdad rampante en el acceso a la tierra comunal era una característica bastante normal? ¿Qué tal si la comunidad imaginada por los intelectuales tenía muy poco que ver con la manera en que las relaciones de propiedad funcionaban en muchos pueblos de verdad? En tal caso la implementación de una reforma agraria con base en el ejido agrícola sería ya no un tipo de restauración fundada en la experiencia, sino algo muy distinto, una solución ya no tan obvia y con resultados por ende seguramente más impredecibles.
Ése es justamente el panorama que surge de una amplia relectura crítica, a contracorriente y sin nociones preconcebidas, de la vasta literatura monográfica (con base en archivos) sobre las relaciones de propiedad en los pueblos coloniales y del siglo XIX que se ha producido en los últimos 60 años, así como de la revisión de otras numerosas fuentes primarias. A esto se suman las investigaciones de una nueva generación de historiadores —en México y en el extranjero— que desde hace unos 20 años se ha dedicado a analizar —haciendo a un lado los mitos heredados— la compleja y contradictoria vida económica y social de los pueblos decimonónicos, incluyendo el orden interno de la propiedad territorial. Claro que hay importantes variaciones regionales, diversas trayectorias de cambio a lo largo del tiempo y también notables excepciones, pero a modo de generalización es posible afirmar que por siglos la distribución del control y uso de la tierra comunal fue muy jerárquica y profundamente desigual, y que la existencia de derechos de propiedad privados de facto —incluyendo ventas e hipotecas de tierra nominalmente comunal— fue una característica perfectamente normal de la vida interna de incontables pueblos desde mucho antes de  que las leyes de desamortización, y los diversos decretos que las fueron reglamentando, le abrieran un camino legal a la privatización. Y de esto además se desprende que la historia del desmembramiento de  la propiedad comunal durante el Porfiriato queda todavía por escribirse, pues fue mucho más que un simple proceso de desposesión externa (que sin duda hubo) impulsado a fuerza por las nuevas leyes del liberalismo, como bien lo han venido demostrando ya algunos estudios de caso. Al analizar toda esa evidencia en su conjunto, resulta difícil continuar sosteniendo la idea de que el etos comunalista de la propiedad que el ejido del siglo XX pretendía restituir era una parte esencial de las sociedades-pueblo antes de la Revolución. Sin duda hace falta todavía más investigación, pero si los trabajos actuales continúan y se amplían es probable que en los próximos 20 años logremos tener una nueva síntesis más afín a la realidad.
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Si esto es cierto, cabe preguntarse: ¿cómo es que no lo hemos sabido? Una primera respuesta es que nunca se encuentra lo que no se busca, sobre todo si se ha decidido de antemano que es algo que no existe. En este caso el rancio abolengo de toda una serie de premisas o supuestos acerca de las características indelebles de la cultura indígena lo ha impedido, al producir y sostener imágenes estereotipadas y sin historia de la tenencia comunal de la tierra. Pero hay más. Por mucho tiempo los historiadores se dedicaron a documentar la larga lucha de tantos pueblos por proteger sus propiedades de la rapacidad de hacendados y demás agresores externos —por vía de peticiones, protestas, juicios, revueltas y rebeliones—. Es una historiografía magnífica, que describe en detalle cómo los pueblos al defenderse con gran tesón de las pretensiones de poderes fuereños frecuentemente exhibieron una gran cohesión interna, un sentido de identidad colectiva y una admirable solidaridad tanto retórica como práctica. Todo esto es cierto y muy importante, pero no nos dice nada acerca de la distribución y el uso interno de la propiedad comunal. Hay que hacer una distinción entre el pueblo como cuerpo político o moral y el pueblo como esfera de propiedad, pues lo uno no es espejo de lo otro: un pueblo perfectamente unido contra la agresión externa podía —y solía— al mismo tiempo y sin contradicción aparente estar marcado por una gran estratificación social, por una grosera inequidad en la distribución de la tierra e incluso por la privatización de factode partes de su patrimonio comunitario. Existe un largo registro, por ejemplo, de pueblos cuyas autoridades enajenaron tierras (a veces por beneficio propio), sin que esto los incapacitara para hablar con una sola voz en otros asuntos de interés colectivo. El error ha sido asumir que las manifestaciones políticas (o religiosas) de cohesión comunitaria reflejaban necesariamente un comunalismo fraternal en el régimen de propiedad, lo que por lo general no fue cierto.
El zapatismo y el ejido. El elevado perfil otorgado a la comunidad imaginaria en la interpretación de la historia de las formas de propiedad en México le sirvió de inspiración e impulso al diseño de la redistribución de tierras. Pero la noción de que el ejido de la Revolución era a fin de cuentas —y a pesar de los feroces antagonismos previos— el legado institucional de la lucha e ideales zapatistas fue la principal fuente de legitimación de la reforma agraria ejidal. La vinculación de la forma ejidal con la esencia de las aspiraciones del zapatismo no sólo mostró que los gobiernos de la Revolución tomaban en serio la urgente necesidad —y el reclamo popular— de repartir tierra, sino también que el ejido era precisamente el tipo de institución agraria por la que el campesinado se había levantado en armas. La idea se puso en circulación desde 1920, a menos de un año del asesinato de Zapata, cuando varios de sus asesores intelectuales se aliaron con Obregón. Al año siguiente el presidente viajó a Morelos para rendirle homenaje a Zapata, y así el mito comenzó a cobrar vida. Al zapatismo se le quisieron atribuir entonces (retrospectivamente) la paternidad de una serie de cambios importantes incorporados al artículo 27 de la Constitución de 1917, entre ellos la legalización de la tenencia comunal de la tierra, y de ahí en adelante se empezó a repetir que el ejido encarnaba el ideario zapatista. El argumento es falso; es posible o incluso probable que sin los zapatistas no hubiera habido tanta presión para realizar un gran reparto agrario, pero la forma que tomó la reforma no se le puede atribuir a ellos, sino que hay que buscarla —como se ha visto— en otra parte. El zapatismo fue claramente el catalizador político de la reforma agraria, mas no su inspiración ideológica o institucional.
Hay sin duda similitudes superficiales entre el proyecto zapatista y la reforma agraria ejidal (la tenencia comunal, por ejemplo), pero visto más de cerca el contraste resulta mucho más profundo, pues tenían significados opuestos y metas incompatibles. El asunto se puede resumir así: mientras que el zapatismo propugnó una cierta concepción o definición política de la comunidad, el ejido se funda sobre una idea abstracta de la comunidad como un ente primordialmente social y básicamente homogéneo. Y de ahí surgen dos grandes contrastes: autonomía política local versus ausencia de autonomía política; el reconocimiento —y la aceptación— de la diversidad socioeconómica al interior de las comunidades versus el suponer que las comunidades tienen y mantienen un orden social esencialmente igualitario. Son dos maneras muy distintas de concebir lo que es la comunidad, su forma de gobierno, su organización interna y sus derechos vis à vis el resto de la sociedad nacional.
El zapatismo fue un movimiento social interesado en restaurar el antiguo estatus y poder político de las corporaciones civiles (municipales) que eran los pueblos, poder que se había erosionado considerablemente a lo largo del siglo XIX. Esto incluiría —pero no se reducía a— recobrar sus viejas tierras. Entre papeles encontrados en las oficinas de sus gobiernos y estudiando copias de añejos títulos sacadas del archivo nacional, los líderes de estos pueblos —gente de campo, más o menos humilde pero con algo de educación— encontraron que sus comunidades habían gozado tiempo antes de extensos poderes de autogobierno (de los que ahora carecían), y que en siglos pasados el rey de España les había otorgado tierras en perpetuidad, que habían perdido, quién sabe cómo. Decidieron que tenían derecho a recobrar todo aquello, y la crisis política que dio paso a la Revolución les dio a ellos la oportunidad de organizarse y movilizarse para exigir esos derechos.
De esta historia muy destilada se derivan dos observaciones fundamentales. La primera es que la autonomía municipal y el ejercicio pleno del autogobierno serían el corazón de la lucha zapatista; para ellos los pueblos eran ante todo cuerpos políticos con derechos amplios e inalienables. En contraste, el ejido de la Revolución nació (a propósito) apartado formalmente de los gobiernos municipales, dotado apenas de tierras —una separación fatídica que lo condenaría a ser una institución política débil y dependiente—. La segunda observación es que los zapatistas pugnaron por la devolución de todas las tierras que alguna vez habían pertenecido a los pueblos, no sólo aquellas que habían sido enajenadas a raíz de las sucesivas leyes liberales y porfiristas. Más aún, las tierras recobradas pertenecerían sin restricción alguna a las corporaciones-pueblos, que eran sus legítimos dueños. El ejido, en contraste, implementó una noción muy distinta de la propiedad, con derechos comunales e individuales estrictamente limitados y bajo la supervisión directa de una nueva burocracia agraria federal creada ad hoc. Estas diferencias se verían también en la distribución interna y el manejo de las tierras recobradas (o dotadas). El derecho ejidal reglamentó en detalle todos los aspectos del reparto y la administración de tierras, independientemente de si se cumplían o no: quién recibiría tierra, cuánta, dónde —y en muchos casos también cómo se tenía que utilizar—. Por su parte, los zapatistas creían que estas cuestiones eran estrictamente de competencia local y que le correspondía a cada pueblo resolverlas a su manera, tal y cual lo demostraron en la conducción de los repartos agrarios que realizaron por su cuenta a partir de 1912 y sobre todo entre 1914 y 1916.
Para entender por qué estos grandes contrastes entre el proyecto zapatista y el ejido de la Revolución no han recibido toda la consideración que merecen hay que tomar en cuenta —además de la poderosa influencia amorfa que continúa ejerciendo la narrativa oficial— el particular papel ideológico que jugaron los intelectuales anarquistas que se unieron al zapatismo tras el asesinato de Madero. A partir de 1914 les tocó a varios de ellos escribir buena parte de la propaganda ideológica y de las leyes más altisonantes emitidas por el zapatismo, a las cuales infundieron con sus propias ideas de solidaridad inherente, igualitarismo y cooperación natural, proyectando así sobre el zapatismo retórico la noción de que los pueblos eran comunidades naturalmente coherentes, espacios de libertad, fraternidad e igualdad. La publicidad no era mala y servía para afilar el perfil político del zapatismo en un momento de profunda incertidumbre, lo que quizás explica por qué Zapata le dio rienda suelta a las fantasías agraristas de sus asesores anarquistas, hombres todos de ciudad, no del campo. De cualquier modo, lo cierto es que tales pronunciamientos no tuvieron impacto alguno en las operaciones del zapatismo a nivel de los pueblos, como se ve claramente en su reforma agraria. La meta del zapatismo era alcanzar la soberanía local, y con ello mejor acceso a la tierra. La igualdad y la armonía natural eran ideas muy bonitas, pero no mucho más; cualquier vecino de pueblo sabía bien que allí habían ciertas jerarquías sociales y económicas, y que una cosa era combatir la injusticia y otra muy distinta acabar con todas las diferencias. Tras la muerte de Zapata algunos de aquellos anarquistas (Antonio Díaz de Soto y Gama entre ellos) se fueron con el nuevo gobierno y se convirtieron en grandes promotores del ejido, diciendo que les constaba que ésa era la continuación de la lucha de Emiliano, lo cual se sostiene sólo si se trata del zapatismo que ellos quisieron imaginarse.
Si el ejido de la Revolución no fue ni el retorno a la propiedad comunal supuestamente característica de lo mexicano ni la encarnación institucional del agrarismo zapatista —sino en todo caso su negación—, la verdadera historia (que nadie ha podido todavía contar) de cómo y con qué costos se implantó y desarrolló esa nueva institución rural que reconfiguraría radicalmente el campo mexicano durante el siglo XX se vislumbra más misteriosa, compleja y quizás también desconcertante. Cuando hace 100 años escribió Luis Cabrera la ley del  6 de enero, jamás se imaginó las consecuencias que habría de tener, pues aquello era entonces apenas un ardid de guerra que pronto habría de cobrar vida propia. 20 años más tarde, cuando el ejido era ya una realidad en franca expansión, Cabrera se había convertido en uno de sus más acérrimos enemigos. Y es que con los fantasmas y fetiches de la historia se juega a riesgo propio, y en México ése ha sido un hábito con el que los intelectuales y los políticos rara vez están dispuestos a romper.
Emilio Kourí
Historiador. Profesor en la Universidad de Chicago y autor de Un pueblo dividido.
http://www.nexos.com.mx/?p=23778

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