martes, 16 de abril de 2013

¿Y los abogados? por José Ramón Cossío


En colaboraciones anteriores he señalado algunos de los temas propios del proceso de cambio que en materia de justicia se viene dando en el país. Dichas modificaciones se están desarrollando, principalmente, en los procesos (amparo, penal, mercantil, competencia económica, administrativos) y poco en los órganos. Al final de este esfuerzo, observaremos que los órganos existentes realizan tareas muy parecidas a las actuales, pero mediante procesos orales o abreviados.

Sin embargo, existen otros aspectos de la actividad jurisdiccional que no están siendo abordados y que convendría analizar. Uno es el relativo a la función de los profesionales del derecho y su acreditamiento para actuar cotidianamente como tales. Por más que nos empeñemos en transformar las instituciones de justicia y los procesos para impartirla, si quienes participan como litigantes, asesores, fiscales, juzgadores o en otra calidad procesal no están debidamente capacitados, el esfuerzo no alcanzará sus objetivos.

En las labores de justicia debe darse la clara acción estatal para mantener al alcance de quienes van a dirimir un asunto ante los tribunales todos los medios necesarios para ello. Si como atributo del Estado moderno se prohibe la venganza privada y la justicia por propia mano, ello se entiende gracias al mantenimiento de órganos capaces de resolver esos conflictos de manera rápida, transparente, racional e imparcial. Ésa es la oferta que, por decirlo así, le corresponde al Estado para el cumplimiento de una de sus funciones primarias. Con ello, sin embargo, no se concluye la acción judicial. Es preciso entender las necesidades y posibilidades de participación de quienes, precisamente, se ven obligados a litigar.

Dada la complejidad de los litigios y de su elevada condición técnica, quienes constituyen las partes materiales de los litigios se sirven de personas que, para abreviar, actúan por ellos en los complejos juicios a enfrentar. Por tratarse de una actividad socialmente importante, el Estado cuenta con la atribución de autorizar a las personas que puedan participar en ella. También cuenta con la competencia para ordenar la formación de esos profesionistas. Como se ve, no estamos frente a un tema menor, pues finalmente se trata de establecer los requisitos y las condiciones de promoción y acreditación de quienes habrán de defender los intereses de otros en un litigio ante los tribunales que, finalmente, acabarán decidiendo sobre ellos. El tribunal, es verdad, definirá si a una persona le corresponde o no la custodia de sus hijos, si permanecerá o no en prisión, si es o no propietaria de cierto bien, o si debe o no ser reinstalada en su empleo después de haber sido despedida de él, por ejemplo. Cada una de estas valiosas posibilidades será determinada, repito, por lo sentenciado en un tribunal.

Sin embargo, lo que este último haga estará determinado por lo que los abogados de las partes sean capaces de presentar, demostrar y argumentar dentro de un juicio.
Si conforme al modelo dominante en el mundo sobre el modo de impartir justicia, los jueces deben guardar una imparcial distancia respecto de las partes, lo que éstas hagan en un proceso será atribuible a sus abogados; lo que dejen de hacer, también.

Si atendemos a los datos proporcionados por Luis Fernando Pérez Hurtado en su carácter de Director del Centro de Estudios sobre la Enseñanza y el Aprendizaje del Derecho A. C. (CEEAD), en el ciclo académico 1991-1992, había 118 escuelas de derecho en todo el país; en el 2001-2002, estas aumentaron a 623 y en el 2011-2013 llegaron a 1,287. Como el propio doctor Pérez Hurtado lo señala en sus estudios, en las últimas décadas las escuelas de derecho en México han aumentado a un ritmo de una escuela por semana. Otros datos son igualmente reveladores: en los ciclos escolares identificados, el número de alumnos pasó de 111,025 a 193,949 y a 261,287, mientras que el de cédulas profesionales otorgadas pasó de 7,669 a 17,269 y a 30,468, respectivamente.

En el fondo de este incremento está, desde luego, el del número de escuelas y detrás de éste la facilidad con el que los particulares obtienen el “reconocimiento de validez oficial de estudios (REVOE)” por parte de la Secretaría de Educación Pública (SEP). Con demostrar que se cuenta, siempre en términos muy laxos, con personal que acredite una preparación adecuada; instalaciones que satisfagan las condiciones pedagógicas, de seguridad e higiene que las autoridades determinen y los planes y programas de estudio que las autoridades educativas estimen procedentes, deberá otorgarse el REVOE. A partir de ahí y bajo la división de trimestres, cuatrimestres o semestres en lapsos que pueden ir de dos años ocho meses a cinco, en modalidades escolarizadas o “abiertas”, los estudiantes obtendrán su grado de licenciado en derecho y casi en automático, la cédula que les permite actuar sin más, al menos como posibilidad, en cualquier campo profesional. Al egresar y desde luego sólo en el aspecto formal, no existe diferencia entre la certificación del peor alumno de la peor escuela y el mejor alumno de la mejor escuela. Será la vida o, tal vez dicho con mayor crudeza, los descalabros profesionales los que distingan a los malos abogados. Finalmente, los daños a los clientes serán la trágica forma de diferenciación profesional.

Para que las reformas en materia de justicia alcancen sus objetivos plenos, es preciso introducir correctivos en el ejercicio profesional de los abogados. Uno de estos puede ser elevar los requisitos para otorgar el REVOE, así como una supervisión más enfática a las escuelas de derecho en el país. Otro de los correctivos podría ser el establecimiento de la colegiación obligatoria y, con ella, de mayores exigencias para ejercer la profesión entre los cuales podría estar la preparación continua para la certificación periódica, por ejemplo. La primera propuesta pasa, básicamente, por la reformulación de disposiciones administrativas por parte de la SEP; la segunda, por la aprobación de alguna de las cuatro iniciativas presentadas en el Congreso de la Unión. Regular la actividad de los profesionales del derecho es también una manera de incidir seriamente en la reforma al sistema jurídico y judicial del país.

Twitter: @JRCossio

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