jueves, 24 de octubre de 2013

Inercia del pasado (sobre el caso Itzachel Shantal González)


Mientras que el país se democratizó, el sistema de procuración e impartición de justicia se quedó inmóvil, en rutinas autoritarias, obscuras burocracias, papeleos y rituales absurdos

Jueces y abogados tienden a repetir las conductas aprendidas y a reproducir las maneras de pensar e interpretar las normas jurídicas aunque cambie el contexto en donde operan. La resistencia al cambio de las instituciones de justicia es enorme. Ello explica por qué las democracias de fines del siglo XX -entre ellas la mexicana- se han topado con enormes dificultades para lograr que el cambio de régimen político vaya aparejado de un cambio del mismo calado en el ámbito jurídico. Si bien es cierto que las transiciones democráticas han significado la creación y reforma de un importante número de normas jurídicas e instituciones legales -comenzando por la Constitución-, la profesión legal, que es la que tiene que hacer operativas esas normas, ha sido formada bajo la sombra del autoritarismo. Sus formas de entender el derecho, de concebir la función jurisdiccional, de razonar jurídicamente están impregnadas de aquello que funcionó en el viejo régimen.

Uno de los ámbitos en donde más claramente se puede observar esta resistencia al cambio es en la justicia penal. Para muestra vale la pena echarle un vistazo al caso del sacerdote José Carlos Contreras, sentenciado a 33 años de prisión por los delitos de violación y homicidio de Itzachel Shantal González, alumna del Instituto Salesiano de San Luis Potosí. Hace unas semanas, la Primera Sala de la Suprema Corte le concedió un amparo liso y llano para que fuera liberado por falta absoluta de pruebas. El acusado pasó cuatro años en la cárcel. Lo que resulta dolorosamente escalofriante es observar cómo en un caso relevante y que tuvo mucha cobertura mediática en San Luis Potosí vemos al sistema de justicia penal de toda la vida. Es decir, mientras que el país se democratizó y se crearon muchas nuevas instituciones, el sistema de procuración e impartición de justicia se quedó inmóvil, en sus rutinas autoritarias, sus obscuras burocracias, sus papeleos y sus rituales absurdos. Como ha sucedido toda la vida, en este asunto el Ministerio Público se dedicó a ordenar diligencias y a acumular papeles sin tener una historia o una hipótesis de qué paso y por qué el acusado debía ser el responsable. La causa penal tuvo 8 tomos, casi 11,000 hojas, 218 pruebas conformadas por 175 declaraciones testimoniales, 35 informes periciales, 7 inspecciones oculares y una diligencia para localizar diversos objetos. Entre todo ese papeleo absurdo y sin sentido, la Corte determina que no hay ninguna evidencia que incrimine al acusado.

La relevancia de la sentencia de la Primera Sala tiene que ver con la manera en que los ministros hacen explícita la falta de metodología del Ministerio Público para armar una historia del caso que haga sentido y, al mismo tiempo, la complicidad de los jueces para avalar esas historias falsas, fuera de toda lógica y sentido común. Con una redacción muy didáctica, la Corte pide a los jueces penales que hagan explícita la tesis o teoría del caso que plantea el Ministerio Público y la pongan a prueba de la lógica, la razonabilidad y las reglas de la experiencia. Cuando la Corte lleva a cabo este ejercicio para el caso concreto, el asunto simple y llanamente se desmorona. Al respecto la sentencia concluye: "a) no existen pruebas de cargo directas de las cuales se desprenda la responsabilidad penal en cita; b) algunos de los indicios tomados en consideración en la sentencia recurrida parten de hechos falsos; c) algunos indicios contienen inferencias argumentativas erróneas; y d) respecto a ciertos indicios, la forma en que se recabaron los hechos de los cuales parten fue realizada de forma técnicamente deficiente". Demoledor tanto para los jueces que dictaron la sentencia como para el Ministerio Público que armó la acusación.

Con esta sentencia la Corte pone el dedo en uno de los cambios más importantes para transitar de un sistema penal autoritario a uno democrático: la capacidad del sistema para contar historias. Hasta hoy, los ministerios públicos no han tenido que construir explícitamente la tesis del caso. Su trabajo ha sido anexar diligencias, armar un expediente, poner un montón de papeles juntos. Ello significa condenar a personas sin explicar claramente por qué son responsables. Así funciona la justicia penal de los regímenes autoritarios. La justicia penal democrática tiene que dar razones para privar de la libertad a una persona. Ello significa que la acusación del Ministerio Público es centralmente una historia o tesis de qué sucedió sustentada con las pruebas recabadas. Los jueces penales, según infiero de lo que está diciendo la Corte, deben hacer explícita la tesis del caso -aunque no lo haga el Ministerio Público- y ver si hace sentido y si está apoyada por la evidencia recabada. Si todos los jueces penales hicieran así su trabajo, no sería tan sencillo tener chivos expiatorios en las cárceles y los ministerios públicos tendrían que mejorar sus técnicas de investigación. Ello no va a pasar sólo por una sentencia de la Corte. La inercia del sistema penal es tan fuerte que se necesita un verdadero terremoto institucional para cambiarlo. Sin embargo, no por ello debe pasar desapercibida la decisión: bien por la Primera Sala, otra gran sentencia en materia penal.

Ana Laura Magaloni Kerpel
5 Oct. 13

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