lunes, 9 de marzo de 2015

El papel político de la indignación

En su libro Vicios ordinarios la filósofa Judith Shklar recuerda un pasaje de la novela La hija de Burger de la escritora sudafricana Nadine Gordimer en el cual Rosa, la protagonista, se enfrenta a un negro ebrio que está moliendo a golpes a un burro exhausto. Ella no se atreve a contenerlo porque “a sus ojos, él es la verdadera víctima. Es ‘negro, pobre, y embrutecido’ y como sudafricana blanca, ella es ‘responsable por él y ante él’, como él lo es por el animal”. Qué debería pesar más: ¿la crueldad hacia el animal o la opresión secular? Rosa se ve desgarrada por este dilema y en ese momento reconoce que no puede quedarse ya en su país. Ese episodio ilustra, para Shklar, el hecho de que pese a la “riqueza de nuestra experiencia histórica no sabemos todavía cómo pensar acerca de la condición de víctima”. Sin embargo, tenemos algunas intuiciones morales. Sabemos que el ser víctimas es una cosa que nos ocurre, no es una cualidad, no nos mejora de ninguna manera. Como señala Shklar, “a menudo ni siquiera estamos seguros de quiénes son las víctimas. ¿Son también víctimas los atormentadores, que tal vez sufrieran antes alguna injusticia o privación?; ¿sólo son víctimas aquellos a quienes atormentan?; ¿somos todos víctimas de nuestras circunstancias?; ¿se nos puede dividir a todos, en cualquier momento, en víctimas y victimarios?”. A la postre, afirma la filósofa, no son las víctimas sino los torturadores y los perseguidores los que son culpables. Censurar (nosotros podríamos decir criminalizar) a las víctimas por sus propios sufrimientos es tan sólo un modo fácil de distanciarnos de ellas. Shklar cree que culpar a las víctimas es una manera de idealizarlas. Sin embargo, idealizar a las víctimas no sólo es indigno: es muy peligroso. En efecto, “una de nuestras realidades políticas es que las víctimas de la tortura política y la injusticia a menudo no son mejores que sus verdugos. Sencillamente están aguardando a cambiar de lugar con estos últimos”. La conclusión de este razonamiento moral es clara: “no podemos permitirnos simular que el papel de víctima mejora a alguien en alguna forma. Si se nos olvida que cualquiera puede ser víctima, y si permitimos que nos ciegue el odio a la tortura, o la lástima por el dolor, estaremos ayudando involuntariamente a los torturadores de mañana, al sobreestimar a las víctimas de hoy”.
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Una de las consecuencias del odio a la crueldad es la indignación, ese sano sentimiento que se experimenta cuando se contempla una injusticia o una crueldad indecible, como la desaparición y muy probable asesinato de los 43 normalistas de Ayotzinapa en septiembre de 2014. Con todo, en amplios sectores de la opinión pública existe la certeza de que este lamentable acontecimiento ha mejorado a la sociedad mexicana: por lo menos la ha despertado de su letargo, de su conformismo, y por fin le ha hecho ver a la cara el horror en el que miles de mexicanos han vivido en los últimos años, se dice. Alumnos de privilegiadas escuelas han tomado las calles y exigido a gritos el regreso con vida de los desparecidos. Una erupción de solidaridad cívica. La indignación ha llegado a sectores y lugares que hasta entonces habían sido inmunes a la tragedia que vive México.
Hay mucho de cierto en todo esto. Sin embargo, como aduce Shklar, haríamos bien en ser más cuidadosos al regodearnos en la indignación justiciera. La indignación bien puede mover a la sociedad y edificarla. Ante el reclamo indignado lo que procede es la acción decidida, enérgica, de la clase política. Así, puede ser el motor de la reforma y el cambio. Pero la indignación también puede ser una trampa, pues construye un mundo moral de certezas ineludibles en el cual el remedio a nuestras dolencias es, como diría Robespierre (uno de los grandes indignados en la historia), una justicia pronta, severa e inflexible. La indignación nos hace creer que la solución a nuestros males seculares es la mera voluntad de los políticos. De esta forma alienta un voluntarismo irreal. Es cierto que ninguna acción de consecuencia es posible sin voluntad política, pero en la mayoría de las ocasiones ésta no basta. Con todo, la indignación crea la falsa expectativa de que un gesto, un decreto, un acto de autoridad restaurará lo roto, pondrá las cosas en su lugar, encarcelará a los malos y corruptos y se habrá hecho justicia. Así alienta un voluntarismo simplista: correr a los malos políticos es toda la solución. Al poner el énfasis en el voluntarismo oscurece las causas estructurales de largo plazo que hicieron posibles los hechos de Iguala y otras partes del país. Ingenuamente esperamos que la recién encontrada solidaridad ciudadana alumbre por sí sola un Estado de derecho. Los efectos perversos, contraproducentes, de un excesivo voluntarismo son evidentes. Para empezar, los políticos acusan de recibido y piensan en entregar lo que la indignación pública exige: gestos instantáneos. De ahí que el gobierno haya infructuosamente buscado revivir esa forma paradigmática del voluntarismo: el pacto. Un pacto para la seguridad, era lo que se requería. Pero la forma estaba gastada. No es un pacto, sino un ambicioso plan de reconstrucción lo que requiere Guerrero y otros estados del país. Una iniciativa política, económica y social afín al plan Marshall, el plan por medio del cual los aliados decidieron reconstruir la devastada Europa Occidental después de la Segunda Guerra Mundial. Decir que una reconstrucción del tejido social, económico e institucional de esta magnitud sería resultado del mero voluntarismo inducido por la indignación es pura ilusión. La voluntad se requiere, es cierto, pero también se necesita tiempo, recursos humanos, dinero y una estrategia de reconstrucción profunda y compleja. La voluntad por sí sola no puede conjurar los fondos, los recursos sociales, que demanda esta tarea. Este esfuerzo llevaría años, cuando el sonido y la furia de las marchas se haya extinguido y la atención de la opinión pública se haya mudado a algún otro tema de coyuntura.
No sólo eso, la indignación también puede producir otros dos efectos indeseables: la culpa y la mala conciencia. El Estado mexicano, o por lo menos sus personeros, se sienten, con toda razón, culpables. No han cumplido la labor esencial de cualquier Estado de verdad: proteger a sus ciudadanos. Pero la culpa no es un camino a la justicia. Ésta es útil socialmente cuando ayuda a restaurar la justicia, cuando es un acicate para reparar el daño. Pero no siempre es así. La culpa tiene claras desventajas. El culposo busca afanosamente el perdón y expiar sus pecados. Cuando nos sentimos culpables desconfiamos de nuestro juicio crítico, pues lo principal es dar satisfacción a través de muestras de contrición y arrepentimiento. El culpable sólo puede bajar la cabeza y asentir. No puede ver de frente a la víctima ni mucho menos cuestionar sus reclamos. Tampoco puede examinar el pasado con visos de objetividad. Está moralmente inhabilitado para hacerlo. La culpa nos vuelve seres temerosos. Dudamos de nosotros mismos, pues tememos a cada paso volver a cometer una ofensa. Si las víctimas quieren compensación en moneda simbólica, ¿quiénes somos para cuestionar esa exigencia? Ese trueque es lo menos que podemos hacer. Ello tal vez pueda satisfacer a nuestra mala conciencia, pero no es justo. La culpa proporciona una especie de carta blanca a las víctimas, pues las exenta de someter sus demandas al escrutinio racional. Así, la razón queda subordinada a la culpa. Y esto conlleva riesgos. Pues, como afirma Shklar, hay algo perturbador en el hecho de idealizar a los vencidos. En efecto, la tribuna del sentimiento no es un foro para razonar, pues desde ahí los políticos invocan pasiones y no ideas. La mala conciencia del Estado mexicano hace que éste dude de su legitimidad para utilizar a la policía y evitar el vandalismo, el robo, el cierre de carreteras y la destrucción de edificios públicos. Esta mala conciencia se disfraza de prudencia. El efecto es absolutamente perverso: el desprestigio del Estado se debe a que no cumple sus funciones elementales y se colude con los criminales a resultas de lo cual otorga carta blanca para que se viole la ley. Esto produce más desprestigio. Y de pronto los columnistas y locutores de radio comienzan a hablar de la existencia de planes golpistas y parálisis del gobierno.
La indignación también puede ser la madre de malos análisis políticos. Por ejemplo, recientemente un académico afirmó frívolamente que “desde la inauguración oficial de la democracia en el año 2000 México se encuentra inmerso en una guerra civil sin querer reconocerlo”.1 ¿Por qué afirmaba esto? “Las guerras civiles, como las define la ciencia política contemporánea, son enfrentamientos entre grupos armados dentro de un Estado que causan más de mil muertes al año. México lleva superando este umbral desde el primer año de la democracia”. El problema con este argumento es que Estados donde hay más de mil homicidios hay muchos y no están en guerra. Por ejemplo, siguiendo este criterio tendríamos que admitir que Estados Unidos, donde en el año 2011 se cometieron 17 mil homicidios, es un país en guerra civil. Según Schedler: “Cualquier cambio, sea constitucional, legal o burocrático, es ilusorio mientras no conlleve transformaciones estructurales de poder. ¿A quiénes habría que ‘empoderar’ de manera radical y sistemática? ¿Quiénes son los más débiles y los más interesados en transformar el sistema? Las víctimas. ¿Cómo se podría aumentar su capacidad de defensa de manera significativa? Dos iniciativas concretas podrían detonar la movilización de recursos hacia los movimientos civiles de víctimas: un fondo para la canalización de recursos financieros y una red para la canalización de la participación ciudadana”. Sin embargo, las preguntas son equivocadas en este alegato políticamente correcto. No se trata de instaurar una “victimocracia”. Este alegato ignora la admonición de Shklar: todos podemos ser víctimas y victimarios. A quienes hay que empoderar es a los ciudadanos. Esta visión, por el contrario, particulariza la agenda social. No es particularizando el gasto público como se construye un Estado con instituciones comunes y universales. Ese mismo enjundioso analista proponía, como solución a nuestro predicamento, un recurso innovador: “una plataforma virtual de participación, una mezcla de página web y red social que vincule a los ciudadanos con los movimientos de víctimas. La solidaridad ciudadana necesita canales de expresión. Si los ciudadanos no encuentran vías concretas de acción, su simpatía hacia las víctimas y su indignación hacia los victimarios se disipan… La Red Mexicana para la Justicia facilitaría la formación de movimientos locales de víctimas, la coordinación entre las asociaciones existentes y también su comunicación con la ciudadanía. De manera crucial, permitiría que todos los ciudadanos solidarios pudieran ofrecerles a las asociaciones de víctimas sus talentos personales, sea como abogados, panaderos, psicoterapeutas, taxistas, programadores, músicos, diseñadores gráficos…”. Panaderos. Esta bonita visión trata de inmortalizar su exaltación solidaria en un programa que tiene pocos visos de realidad. Es una quimera de cubículo producto de la indignación.

José Antonio Aguilar RiveraInvestigador del CIDE. Autor de La geometría y el mito. Un ensayo sobre la libertad y el liberalismo en México, 1821-1970 y Cartas mexicanas de Alexis de Tocqueville, entre otros títulos.

1 Andreas Schedler, “La llama de la indignación”, Reforma, 16 de noviembre de 2014.

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