martes, 7 de febrero de 2012

El futuro de la Constitución por Miguel Carbonell


El 5 de febrero de 1917 fue publicada la Constitución que actualmente nos rige. Al día siguiente, como si fuera premonitorio, aparecía en el Diario Oficial una fe de erratas. De entonces hasta ahora se le han hecho a la Constitución unas 600 modificaciones, contenidas en casi 170 decretos de reforma; es decir, hemos cambiado nuestro código supremo unas seis veces cada año, lo que equivale a una modificación cada dos meses durante 90 años consecutivos.

Cualquier lector, incluso un lector informado, podría preguntarse si ese número aparentemente tan grande de modificaciones es usual para este tipo de textos. En otras palabras, la pregunta que surge es si nuestra Constitución ha sido mucho más reformada que otras. Podemos recurrir a dos ejemplos cercanos para dar con la respuesta. La Constitución de Estados Unidos es de 1787; tiene, por tanto, 220 años de haber sido expedida. Hasta el día de hoy se le han hecho 27 enmiendas, es decir, una cada ocho años. Segundo ejemplo: la Constitución española de 1978, con poco menos de 30 años de vida, ha sufrido una modificación; sí, una sola, producto de un tratado de la entonces Comunidad Europea tomado en 1992 en la ciudad holandesa de Maastrich, que entre otras cuestiones preveía permitir el sufragio de los no nacionales en las elecciones municipales.

La respuesta a la pregunta planteada, a la luz de los ejemplos citados, parece obvia: la Constitución mexicana ha sido inusualmente reformada. Ha sufrido constantes modificaciones, las cuales han hecho muy complicada la tarea de conocerla, en primer lugar, y de interpretarla adecuadamente, en segundo término.

Ahora bien, el mismo lector podría pensar que, a la luz de tantas reformas, es probable que tengamos una Constitución bastante “actualizada”, por decirlo de alguna manera. Creo, sin embargo, que no es así. De hecho, parte del debate público nacional de los últimos años ha consistido, precisamente, en la necesidad de abordar nuevas reformas a nuestra Carta Magna. Para algunos se trataría de llevar a cabo modificaciones puntuales, para arreglar simples detalles de funcionamiento. Para otros las reformas deben ser profundas, pues se necesita —según ellos— hacer surgir un Estado prácticamente nuevo. Para algunos más lo que se requiere es avanzar hacia un nuevo texto constitucional, desechando por completo el que tenemos actualmente. 

Como quiera que sea, lo cierto es que parece inevitable la necesidad de proceder a realizar, al menos, algunas reformas constitucionales más. En su mayor parte tales reformas deben servir para “normalizar” algunas instituciones de la democracia mexicana que siguen estando fuera del parámetro internacionalmente aceptado sobre diseños institucionales. Pongo un ejemplo: debemos modificar los artículos 59 y 116 para permitir la reelección consecutiva de los legisladores federales y locales. La reelección legislativa es ampliamente aceptada por casi todos los países democráticos (en América Latina solamente México y Costa Rica no la prevén); a través de la reelección o no reelección se llama a cuentas a los representantes populares, los cuales de otra manera solamente deben mostrar fidelidad hacia los dirigentes de los partidos que los pueden postular hacia un nuevo cargo. 

Igualmente, deberíamos pensar en permitir la reelección de presidentes municipales, como una forma de ir profesionalizando la gestión de ese nivel de gobierno y como un incentivo para la rendición de cuentas.

Otro ejemplo: hay que caminar hacia un diseño institucional que permita la autonomía de los órganos encargados de la procuración de justicia. En muchos países plenamente democráticos las agencias encargadas de investigar y perseguir los delitos tienen autonomía respecto del poder ejecutivo. En México el procurador general de la República y los procuradores estatales dependen del presidente y de los gobernadores, respectivamente. Esa dependencia no impide, teóricamente, que el desempeño de las procuradurías se lleve a cabo de forma imparcial y apegada a la ley. 

Pero hay elementos que nos permiten sospechar que esto no se verifica en la práctica, o al menos no en todos los casos. La falta de autonomía los fiscales ha producido en el pasado y seguirá produciendo en el futuro fundadas sospechas sobre el uso partidista de la acción penal. En algunos casos se decide no investigar ciertas conductas delictivas cuando son cometidas por personas que tiene la misma filiación partidista que el gobierno en turno o que son cercanas (incluso familiares) a los gobernantes. En otros se integra una averiguación previa bastante light y luego se le hecha la culpa a los jueces por no haber condenado al presunto responsable. Si queremos combatir a fondo la corrupción deberemos darle autonomía a los órganos encargados de procurar justicia.

Otras reformas deberían tener como objetivo “adelgazar” el texto constitucional. La Constitución se ha ido expandiendo continuamente en las últimas décadas y sobre todo desde el gobierno de Miguel de la Madrid. Los partidos políticos han visto a la Constitución como un elemento de garantía de sus propios proyectos. Esto ha propiciado, por ejemplo, que los partidos que eran la oposición al PRI hayan intentado y logrado ampliar desmesuradamente la regulación constitucional de los municipios (artículo 115) y del Distrito Federal (artículo 122). Hoy tenemos en la Constitución una suerte de “miniconstitución” municipal y algo muy parecido para el caso del DF. Habría que llevar esos contenidos constitucionales a algún otro tipo de norma; podría ser, por ejemplo, alguna “ley orgánica” o un “estatuto constitucional” en el caso del DF. 

Lo importante es tener claridad respecto de lo que debe contener y no lo que no debe contener una Constitución. Las constituciones deben ser breves para poder ser comprendidas por todos sus destinatarios. Las constituciones no son códigos civiles ni reglamentos de tránsito. Los textos constitucionales deben limitarse a establecer los principios generales de la vida en sociedad, las grandes decisiones del diseño institucional y los derechos fundamentales de todas las personas. Lo demás debe quedar dentro de la competencia del legislador ordinario, y por tanto sujeto a la discusión que cotidianamente tiene que producirse en los ámbitos parlamentarios.

Aparte de lo anterior, que no es poco, cualquier reflexión sobre nuestro texto constitucional debe suscitar al menos una cuestión adicional: ¿qué hay que hacer para que la Constitución se cumpla más? Se trata de una pregunta que mira hacia la eficacia de las normas constitucionales. Es importante esta cuestión, que a veces se da por hecha, ya que de otra forma permaneceremos condenados a tener constituciones puramente simbólicas, que no despliegan efectos prácticos en la vida de sus destinatarios. No ha sido infrecuente, en general en toda América Latina, el uso puramente retórico de los textos constitucionales. Poner cosas en la Constitución sin que luego se esté dispuesto a cumplirlas ha sido una actitud común entre todo tipo de gobiernos de la región. Por eso es que junto a las “reformas normalizadoras” que ya se han mencionado, el futuro de la Constitución mexicana depende, en buena medida, de que estemos dispuestos a cumplirla.

http://www.nexos.com.mx/?P=leerarticulo&Article=660752

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