Excelente
texto de Ana Laura Magaloni Kerpel y Carlos Elizondo Mayer-Serra en la que explican
que la Suprema Corte de Justicia de la Nación se ha convertido en un referente
jurídico y político muy importante en nuestro país. La reforma constitucional
de 1994 marcó un parteaguas en la composición, relevancia, facultades y
visibilidad de este tribunal. Esta reforma reconfiguró la Suprema Corte en el
sentido más amplio del término: se removieron del cargo a los 26 ministros de
la “vieja corte” y se nombraron a 11 nuevos. Además se le dio a la Corte
facultades para pacificar el tipo de conflictos que, por muchos años, se habían
resuelto a través de los mecanismos políticos del régimen de partido hegemónico
(acciones de inconstitucionalidad y controversias constitucionales). De lo que se
trataba era de contar con un árbitro jurídico creíble y aceptable para los
nuevos actores políticos, capaz de pacificar los múltiples conflictos que
anunciaban el creciente pluralismo político y la amplia descentralización del
poder que caracterizó a nuestra transición democrática.
Uno
de los presupuestos elementales para que el nuevo árbitro jurídico fuese
creíble y aceptable era garantizar su independencia y autonomía política. Como
parte de un conjunto de políticas a favor de esta independencia, la reforma de
1994 estableció a nivel constitucional que los ministros durarán 15 años en su
cargo, que no podrán ser removidos de su cargo salvo por juicio político o
juicio de procedencia (desafuero), que sus sueldos no podrán ser disminuidos y
que cuando se retiren tendrán derecho a una pensión vitalicia (art. 94).
Además, el artículo 100 de la Constitución le dio a la Corte la facultad de
elaborar su propio presupuesto para que se incluyera tal cual en el proyecto de
Presupuesto de Egresos de la Federación. El mismo artículo le otorga al
Presidente de la Corte la facultad de administrar esos recursos. Con todo ello,
la Suprema Corte adquirió lo que se denomina autonomía presupuestaria, es
decir, la facultad para asignar y administrar sus propios recursos.
Además,
se les garantizó a los máximos jueces del país que los otros poderes no
pudiesen chantajearlos intentando removerlos de sus cargos o disminuir sus
remuneraciones durante su cargo y aún durante su retiro.
Hoy,
casi dos décadas después de la implementación de esta reforma, la Corte ha
logrado ir afianzando su independencia. Prueba de ello es que los actores
políticos han acatado sus resoluciones y, hasta ahora, nadie ha cuestionado
seriamente la autonomía de los ministros para decidir un caso en uno u otro sentido.
Sin
embargo, la independencia judicial no es sinónimo de buen desempeño. Tampoco la
autonomía presupuestaria asegura un uso eficiente, racional y eficaz de los
recursos públicos. Como se analizará en este documento, la forma en que el
máximo tribunal ha ejercido sus recursos públicos no ha marcado una diferencia
contundente entre las prácticas del régimen anterior y las prácticas que exige
una democracia. Todo lo contrario: los datos indican que la asignación y
administración de los elevados presupuestos de la Corte han servido para
engrosar la nómina a través de una burocracia cada vez más amplia que, en
muchos casos, tiene asignadas tareas que poco o nada tienen que ver con la
función sustantiva de un Tribunal Constitucional. Ello, como se verá en este
trabajo, hace que México tenga una Corte mucho más cara que las que existen en
otras partes del mundo sin que ello lleve aparejado una mayor productividad o
una mayor confianza ciudadana en el máximo tribunal.
La
lección es clara: la autonomía presupuestaria no garantiza en lo absoluto un
cambio de paradigma en la forma en que los jueces conciben el ejercicio de
recursos públicos. La reforma judicial de 1994 seguirá estando inconclusa hasta
que no se logre que los ministros hablen en serio y sin ambivalencias el
lenguaje de la democracia constitucional y actúen en consecuencia.
Aquí el estudio:
No hay comentarios:
Publicar un comentario