miércoles, 13 de junio de 2012

¿Por qué nos cuesta tanto dinero la Suprema Corte?


Excelente texto de Ana Laura Magaloni Kerpel y Carlos Elizondo Mayer-Serra en la que explican que la Suprema Corte de Justicia de la Nación se ha convertido en un referente jurídico y político muy importante en nuestro país. La reforma constitucional de 1994 marcó un parteaguas en la composición, relevancia, facultades y visibilidad de este tribunal. Esta reforma reconfiguró la Suprema Corte en el sentido más amplio del término: se removieron del cargo a los 26 ministros de la “vieja corte” y se nombraron a 11 nuevos. Además se le dio a la Corte facultades para pacificar el tipo de conflictos que, por muchos años, se habían resuelto a través de los mecanismos políticos del régimen de partido hegemónico (acciones de inconstitucionalidad y controversias constitucionales). De lo que se trataba era de contar con un árbitro jurídico creíble y aceptable para los nuevos actores políticos, capaz de pacificar los múltiples conflictos que anunciaban el creciente pluralismo político y la amplia descentralización del poder que caracterizó a nuestra transición democrática.

Uno de los presupuestos elementales para que el nuevo árbitro jurídico fuese creíble y aceptable era garantizar su independencia y autonomía política. Como parte de un conjunto de políticas a favor de esta independencia, la reforma de 1994 estableció a nivel constitucional que los ministros durarán 15 años en su cargo, que no podrán ser removidos de su cargo salvo por juicio político o juicio de procedencia (desafuero), que sus sueldos no podrán ser disminuidos y que cuando se retiren tendrán derecho a una pensión vitalicia (art. 94). Además, el artículo 100 de la Constitución le dio a la Corte la facultad de elaborar su propio presupuesto para que se incluyera tal cual en el proyecto de Presupuesto de Egresos de la Federación. El mismo artículo le otorga al Presidente de la Corte la facultad de administrar esos recursos. Con todo ello, la Suprema Corte adquirió lo que se denomina autonomía presupuestaria, es decir, la facultad para asignar y administrar sus propios recursos.

Además, se les garantizó a los máximos jueces del país que los otros poderes no pudiesen chantajearlos intentando removerlos de sus cargos o disminuir sus remuneraciones durante su cargo y aún durante su retiro.

Hoy, casi dos décadas después de la implementación de esta reforma, la Corte ha logrado ir afianzando su independencia. Prueba de ello es que los actores políticos han acatado sus resoluciones y, hasta ahora, nadie ha cuestionado seriamente la autonomía de los ministros para decidir un caso en uno u otro sentido.

Sin embargo, la independencia judicial no es sinónimo de buen desempeño. Tampoco la autonomía presupuestaria asegura un uso eficiente, racional y eficaz de los recursos públicos. Como se analizará en este documento, la forma en que el máximo tribunal ha ejercido sus recursos públicos no ha marcado una diferencia contundente entre las prácticas del régimen anterior y las prácticas que exige una democracia. Todo lo contrario: los datos indican que la asignación y administración de los elevados presupuestos de la Corte han servido para engrosar la nómina a través de una burocracia cada vez más amplia que, en muchos casos, tiene asignadas tareas que poco o nada tienen que ver con la función sustantiva de un Tribunal Constitucional. Ello, como se verá en este trabajo, hace que México tenga una Corte mucho más cara que las que existen en otras partes del mundo sin que ello lleve aparejado una mayor productividad o una mayor confianza ciudadana en el máximo tribunal.

La lección es clara: la autonomía presupuestaria no garantiza en lo absoluto un cambio de paradigma en la forma en que los jueces conciben el ejercicio de recursos públicos. La reforma judicial de 1994 seguirá estando inconclusa hasta que no se logre que los ministros hablen en serio y sin ambivalencias el lenguaje de la democracia constitucional y actúen en consecuencia.

Aquí el estudio:


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