En opinión de nuestra autora, la estrategia vigente de combate al crimen
es reduccionista y desincentiva la implementación del nuevo sistema de
justicia. En lugar de enfrentar a la delincuencia con los instrumentos de la
investigación y el derecho, se los confronta con armas, aparentemente sin
resultados. ¿Qué hacer?
Es prácticamente imposible y casi contradictorio pretender reformar el
sistema de procuración e impartición de justicia con una política de seguridad
diseñada a modo de guerra. Es decir, una política cuyo eje central es utilizar
la fuerza coactiva del Estado para disuadir a quienes cometen delitos. Se trata
del enfrentamiento entre dos grupos armados: las fuerzas armadas y policías vs.
los grupos criminales. Presupone, además, que los dos bandos están
completamente definidos a priori: los buenos contra los malos, los uniformados
contra los delincuentes, el Estado contra los malhechores. En ese mundo
maniqueo, no es necesario un sistema de justicia que defina quién es
responsable de un delito y quién es inocente, tampoco se requiere un ministerio
público (MP) que recabe pruebas y construya una acusación, mucho menos que al
acusado se le presuma inocente y tenga derecho a ser escuchado en juicio y a
contar con una defensa adecuada. Todo esto parece un mero trámite innecesario
pues la guerra presupone que a priori ya se sabe quién es
quién.
De este modo, a lo largo del sexenio de Calderón, la forma de definir
quién es un “delincuente” ante la colectividad es a través de las cámaras de
televisión y los comunicados de prensa de la Secretaría de Seguridad Pública o
de la Secretaría de la Defensa Nacional, no por medio del sistema de justicia.
Una y otra vez hemos visto las imágenes de un grupo de detenidos, algunos
confesando sus culpas ante las cámaras, junto con policías federales o soldados
con pasamontañas y bien equipados, mostrando las armas, dinero y cartuchos
incautados a los “criminales”. Todo ello acompañado de una narrativa, por parte
de las autoridades, de que todas esas personas detenidas son prácticamente la
encarnación del mal, se trata de seres perversos, inhumanos y crueles.
Después de esas imágenes, poco importa si el MP logra armar la acusación
con pruebas y argumentos o si el juez es un árbitro imparcial o no. Nada de
ello es relevante. La culpabilidad de los detenidos ya está definida desde la
captura. Lo que cuenta no es que se les aplique la ley a través de un juicio
justo, sino demostrar a todos los ciudadanos y, sobre todo, a los que
delinquen, que el Estado mexicano está determinado a utilizar todo su poder
coactivo contra esos seres perversos e inhumanos. Ello con la esperanza de
disuadir a los que pertenecen o quieren pertenecer a las filas del “enemigo”.
Existe suficiente evidencia empírica de que esta estrategia de guerra ha
sido incapaz de disuadir al “enemigo” como se lo propuso. Todo lo contrario,
cada vez se comenten más delitos violentos. Según el Índice de víctimas
visibles e invisibles de delitos graves, estudio de México Evalúa, las tasas de
homicidio, secuestro y extorsión han aumentado significativamente durante el
sexenio de Calderón. Así, según dicho centro, el promedio mensual de homicidios
aumentó 25.4% del sexenio de Fox al de Calderón. En el caso de las denuncias
por secuestro, el aumento del promedio mensual ha sido de 82.9%. Finalmente,
tratándose de las denuncias por extorsión, del sexenio de Zedillo al de
Calderón ha habido un aumento de 208.6% en promedio mensual (México
Evalúa, Índice de víctimas visibles e invisibles de delitos graves,
agosto de 2011, pág. 6 y 7).
Hay quienes sostienen que ello es un fenómeno normal y que solo indica
el tamaño de la “densidad criminal” que estaba escondida dada la falta de
decisión política de los gobiernos anteriores para “combatir” a los criminales
(véase Joaquín Villalobos, “Nuevos mitos de la guerra contra el narco”, Nexos,
enero de 2012). No estoy de acuerdo. Yo creo que hay algo profundamente
equivocado en esta estrategia: el fenómeno delictivo no se enfrenta con una
estrategia de guerra, sino con la ley y las instituciones de procuración e
impartición de justicia. Es la ley, y no la coacción, lo que diferencia al
Estado de los delincuentes.
Si nos tomamos en serio lo que significa un Estado de derecho, es a
través de un juicio, con determinadas características, que se puede conocer y
definir quién cometió un delito y quién es inocente. En una estrategia de
guerra, en cambio, como ya señalé, los culpables están definidos no por la ley,
sino por un discurso maniqueo de buenos contra malos en los que ya se
sabe a priori quien es quien.
Existen al menos tres funciones básicas que debería desempeñar nuestro
sistema de procuración e impartición de justicia en un contexto como el que
estamos viviendo, y que no desempeña:
1. Ser la fuente de legitimidad de la acción de policías y militares,
pues son los jueces quienes pueden garantizar que dichas acciones se hagan de
acuerdo a la ley y no por razones de venganza o miedo.
2. Aplicar la ley a quienes cometieron un delito, pues solo a través de
la acción de ministerios públicos y jueces se puede terminar con este discurso
maniqueo de buenos vs. malos y juzgar y meter a la cárcel a
quien es responsable de la comisión de un delito.
3. Controlar el abuso de poder, pues son los jueces y los MP los
encargados de perseguir y castigar las arbitrariedades que policías y militares
puedan cometer contra los ciudadanos, incluidos, obviamente, los presuntos
responsables.
Sin estos tres ingredientes en una estrategia de seguridad no hay forma
de reestablecer la paz y ni la autoridad del Estado.
Tal como funciona hoy, es imposible que el sistema de procuración e
impartición de justicia pueda desempeñar estas tres funciones. Es un sistema
colapsado, corrupto, manipulable y extremadamente arbitrario. Nuestra justicia
penal es una justicia de caricatura. Para tener un sistema de justicia que
pueda desempeñar el papel que le toca, necesitamos un MP que en vez de anexar
diligencias a un expediente como lo hace actualmente, se dedique a construir
una historia y a proponer una tesis del caso que haga sentido. También
necesitamos que la defensa pueda proponer una tesis alternativa o resaltar las
inconsistencias de la historia propuesta por el MP. La trama de estas historias
se debe urdir con las pruebas que cada parte aporte y confronte con su
adversario, de forma oral y en una audiencia pública frente al juez, la
víctima, el acusado, sus abogados, la opinión pública y a la ciudadanía. Los
jueces deben conducir el juicio con imparcialidad, como verdaderos árbitros, y
sin miedo a no someterse, como ahora, a los mandatos del MP. Un juicio oral de
estas características, y no las pilas de papel que hoy tenemos, permite
construir referentes colectivos sobre los que significa la justicia y como esta
se teje de la mano con el derecho.
Ha llegado el momento de tomarnos en serio la implementación de reforma
constitucional de 2008 y transformar de raíz nuestro obsoleto sistema de
procuración e impartición de justicia. Esta reforma debería ser el eje central
de la redefinición de la estrategia de seguridad del gobierno federal. La
reforma penal significa una apuesta a que la justicia de calidad incentiva
confianza ciudadana en las instituciones del Estado. Significa, también, una
apuesta a que la principal fuente de autoridad del Estado proviene de la razón,
la justicia y la ley, no de la fuerza. Es dejar atrás la política del miedo y
sustituirla por la política de la persuasión, de las razones y de los valores
compartidos. Se trata, lisa y llanamente, de crear las condiciones para que las
instituciones de procuración e impartición de justicia apliquen de forma
creíble la ley a quien la viole, hagan justicia a las víctimas y destierren, de
una vez por todas, el discurso maniqueo de buenos contra malos. Apostarle a la
reforma penal es, a fin de cuentas, apostarle a colocar los cimientos reales y
duraderos de un Estado de derecho, los cuales solo pueden provenir de la ley,
no de las bayonetas.
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ANA LAURA MAGALONI, es directora de la División de Estudios Jurídicos
del CIDE.
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