lunes, 22 de diciembre de 2014

¿Es posible y deseable inaplicar la jurisprudencia de la Corte?

Afirma con tino Manuel Atienza[1], que el formalismo no es el único mal que acecha en estos tiempos a quienes interpretan y aplican el Derecho, pero sí es quizás la característica más distintiva —y además nociva— de la cultura jurídica latina.
Ayer, 13 de octubre, la Suprema Corte comenzó a discutir en el Pleno la contradicción de tesis 299/2013, bajo la ponencia del ministro Pardo Rebolledo. La disyuntiva es si los jueces mexicanos, de cualesquiera órdenes jerárquicos, pueden inaplicar la jurisprudencia del Pleno o las Salas de la Suprema Corte por considerarla inconstitucional o inconvencional en los términos en que el expediente Varios 912/2010 “Caso Radilla”, los obliga.
Dado que la polémica suscitada entre ambos Tribunales Colegiados deriva en un cuestionamiento abstracto, omitiré el análisis de las razones que cada juzgado esgrimió para efectos de agilidad en la exposición, y me abocaré —consciente de las limitaciones en las que incurro— a los argumentos que el ministro ponente y el ministro Cossío expresaron en la sesión pública del día de ayer.
jurisprudenciaEl ponente afirma que no es deseable que los jueces de cualquier orden jerárquico sometan a un test de regularidad ex officio a la jurisprudencia de la Corte, ya que ello desvirtuaría el carácter unificador de la jurisprudencia. Lo cual devendría en un caos e inseguridad que terminarían por sufrir los justiciables, al encontrarse ante la incertidumbre que —dicen— la jurisprudencia unificada evita. Finalmente, el ministro Pardo afirma que si algún tribunal advierte la irregularidad de la jurisprudencia de la Corte, no debe inaplicarla, sino hacer uso de los medios que la propia Ley de Amparo prevé para la sustitución y abandono de criterios jurisprudenciales. En conclusión, cualquier inconformidad que controvierta la jurisprudencia de la Corte, debe resultar inoperante, pues su aplicación es inexcusablemente obligatoria.
Así, el ministro Cossío se pronunció en contra del proyecto por estimar que la jurisprudencia de la Corte si bien goza de una presunción de constitucionalidad —al igual que las normas jurídicas emitidas por el legislador democrático—, esta presunción es derrotable en el caso concreto. De ahí que el criterio unificador pueda ser falible e inacabado ante la imposibilidad de que éste abarque todos los supuestos de hecho. Igualmente argumenta que negar la facultad de los jueces para inaplicar estos criterios sería continuar con la construcción de un sistema formalista y vertical de aplicación sistémica de normas, ello sin detenerse a pensar si éstas benefician o perjudican al justiciable.
Los argumentos del ministro Cossío me parecen suficientemente razonables, excepto por la última aclaración que hace. Y donde afirma que el caos e inseguridad a la que alude el ministro ponente no es un tema de preocupación, pues finalmente el sistema permite que la abrumadora mayoría de estas decisiones acaben en manos de los juzgadores de amparo y, en algún momento, el sistema piramidal los lleve a las salas y al pleno de la Corte.
Ahora bien, esta disyuntiva ya ha sido ventilada anteriormente en la primera y segunda sala. Si el lector es asiduo auscultador de la actividad de la Corte, ya podrá adelantar que se trata de criterios discordantes. Tengo noticia de al menos dos: el de la primera sala bajo la ponencia del ministro Cossío, el cual citó ayer en su intervención y donde traza las razones que expuse en líneas anteriores, es decir, está a favor de la inaplicación difusa de la jurisprudencia. Por supuesto, dicha inaplicación no está exenta de la argumentación que para ello se requiere, ni de los parámetros que las tesis del Caso Radilla exigen paso a paso.[2] Valga decir, que este proyecto fue desechado en la sala por votación de cuatro contra uno.
El segundo, por parte de la segunda sala, bajo la ponencia de la ministra Luna Ramos fue el amparo directo en revisión 2126/2012. En esa resolución se dijo que no existe norma alguna que faculte a un juez inferior a poner en tela de juicio la jurisprudencia de la Corte, entre sus líneas puede deducirse que dicha inaplicación supone una falta de respeto a la palabra de la Suprema Corte. Igualmente se afirma que de ser irregular debe acudirse a los parámetros legales de sustitución de jurisprudencia, lo cual tampoco parece muy conveniente, pues persistiría el carácter vertical de la polémica. Y enviaría la Corte un mensaje no menor: si hay dudas sobre mis criterios, yo misma resolveré sobre ello. Por si no fuese suficiente, lo que más resalta de aquella sentencia es que el último resolutivo da vista al Consejo de la Judicatura para la investigación de una probable responsabilidad disciplinaria.
Muchas instituciones decimonónicas son las que todavía venimos arrastrando en el diseño judicial mexicano, y los remiendos que se les ha hecho terminan por mezclar ideas que me parece son incompatibles. Cuando en México no existía la independencia judicial, la jurisprudencia servía muy bien para un propósito: limitar la creatividad y discreción de los jueces. El ideal constitucional que hoy se propone, con facultades de control difuso en todos los jueces aplicando las disposiciones del artículo primero constitucional, ya no parece concordar con esos fines.
El argumento toral del proyecto no parece resistir un análisis riguroso. Pareciera que la palabra de la Corte fuera un espacio blindado e incontrovertible, para el ponente y quienes hoy lo secunden, el argumento de autoridad y de seguridad jurídica son valores absolutos, característica que —según Atienza— es esencial para identificar a un formalista. Además resulta curioso que la Corte promueva un discurso bajo el cual se puede inaplicar las consideraciones del legislador democrático, pero no las un grupo de once jueces. O todavía más, considerar que la jurisprudencia es diferente a una norma y, por lo tanto, no le aplican los supuestos del control de convencionalidad.
La Corte Suprema de Estados Unidos suele lidiar con este tipo de problemas haciendo uso de lo que ellos llaman percolation, que consiste en dejar que los jueces de todas las jerarquías digan todo lo que tengan que decir sobre un tema. En esta actividad participa también el foro con los planteamientos que lleva a los propios tribunales y también la academia con sus puntos de vista respectivos. Una vez ventiladas y maduradas todas las razones y argumentos, entonces, la Corte Suprema emitirá su resolución. No obstante, quizás sea el diseño tan vertical lo que en México no nos permite tener estos experimentos. Ni hablar del abuso del foro por la suplencia de la queja o la indiferencia de buena parte de la academia.
Es cierto que el Derecho no sólo se conforma por razones sustantivas sino también por las formales, esto es lo que lo distingue de otros instrumentos de control social como la moral. El Derecho es también un fenómeno de autoridad, empero, la alusión a la autoridad es —como cualquier otro— un principio derrotable, que puede ceder ante otros que en el caso concreto resulte más conveniente priorizar. Así, formalista no es aquel que aplica las normas, sino quien lo hace sin detenerse a analizar las razones que a éstas subyacen.
Juan Luis Hernández Macías. Estudiante de Derecho por la Universidad de Guanajuato. Mail: jlhernandezmacias@gmail.com
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[1] Atienza, M., “Cómo desenmascarar a un formalista”, Isonomía, núm. 34, abril de 2011, pp. 199-201.
[2] Véase: Pleno, Semanario Judicial de la Federación y su Gaceta, Libro III, Décima Época, tomo 1, diciembre de 2011, P. LXIX/2011, p. 552, cuyo rubro reza: PASOS A SEGUIR EN EL CONTROL DE CONSTITUCIONALIDAD Y CONVENCIONALIDAD EX OFFICIO EN MATERIA DE DERECHOS HUMANOS.

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