martes, 2 de febrero de 2016

Longeva, parchada y deformada: Qué hacer en 2017 con la Constitución de 1917

Propongo, para iniciar, una pregunta aparentemente sencilla: ¿para qué sirve una constitución? En los siguientes párrafos intentaré esbozar algunas respuestas tentativas.
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Investigador del Instituto de Investigaciones Jurídicas de la UNAM.  Es autor de El derecho a la libertad de expresión frente al derecho a la no discriminación.



Ilustración: Víctor Solís
Desde una perspectiva política las constituciones sirven para superar momentos de crisis, para catalizar conflictos y para canalizar disputas de poder. Pensemos en algunos ejemplos que ilustran estas tesis. Cuando en México se necesitaba pacificar los ánimos de los líderes revolucionarios e institucionalizar la lucha por el poder se aprobó la Constitución de 1917; en un contexto muy distinto pero en la misma dirección, cuando murió Francisco Franco en España y ese país aspiraba a transitar hacia la democracia, los españoles adoptaron, a través de un referéndum en el que participó la mayoría de los ciudadanos, la Constitución de 1978; en Colombia, tras una crisis de violencia política, el movimiento social y estudiantil conocido como “La Séptima Papeleta” logró, también con el apoyo de una votación popular, que se convocara a una asamblea constituyente en 1991.
Los tres casos muestran cómo la aprobación de un documento constitucional suele ser un medio para superar coyunturas políticas complejas. Por eso los estudiosos de la política advierten que las constituciones son pactos políticos antes que instrumentos legales.
 Pero, una vez aprobadas, las constituciones deben conservar esa función estratégica. Aunque la crisis política no sea constituyente, en los momentos difíciles, las constituciones deben servir para salir del entuerto. Un buen ejemplo de cómo opera esta función constitucional es la sentencia de la Suprema Corte de los Estados Unidos de Norteamérica en el caso Bush vs Gore (531 U.S. 98) mediante el cual, teniendo como referente normativo al documento constitucional, se cerró la crisis política que había desencadenado el resultado de la elección presidencial del año 2000. A pesar de los intereses, pasiones y presiones en juego prevaleció el argumento constitucional y Al Gore aceptó la derrota.
Para todo fin práctico lo mismo sucedió en nuestro país con la decisión del Tribunal Electoral en 2006. Aunque López Obrador siguió unos meses deambulando por las plazas pretendiendo legitimidad; lo cierto y lo que importó es que la decisión de los jueces sancionó constitucionalmente a quien le correspondería el cargo de presidente de la República durante los seis años que siguieron. La crisis política fue intensa pero las instituciones constitucionales sirvieron para sortearla.
Lo que pretendo subrayar es que las constituciones tienen una finalidad y una función útil. No son —o mejor dicho, no deben ser— objetos históricos decorativos, cartas de buenas intenciones o manuales normativos en desuso.
Pero esa dimensión política no se entiende sin el carácter jurídico que distingue a las constituciones de otro tipo de acuerdos, pactos o proclamas políticas. Las constituciones son documentos vinculantes, decimos los juristas. Esto significa que sus textos contienen normas orientadas a modular, encauzar y modificar el comportamiento de las personas. La idea encapsula la dimensión más interesante y, a la vez, más pretensiosa del derecho. A través de las normas los juristas se proponen transformar la convivencia. Por eso decimos que las normas, además de vigentes, deben ser eficaces. 
En particular, las constituciones se aprueban, se interpretan y se aplican para transformar la realidad social. El derecho no contiene lo que es, sino lo que debe ser, dicen los teóricos. Cuando se aprueba o reforma una constitución y sus normas comienzan a surtir efectos, poco a poco se va alterando el mundo en el que convivimos: se limita el poder de alguien y se potencia el de otro; se crean unas dependencias burocráticas y desaparecen otras; se autorizan conductas que antes estaban prohibidas y se prohíben otras que antes eran lícitas y así sucesivamente. Ahí reside su “vinculatoriedad” normativa.
Por eso las constituciones importan y deben importarnos. Los abogados decimos que son el “marco de nuestra convivencia” pero, en realidad, son el molde de la misma.
 Héctor Fix-Fierro, evocando a Peter Häberle, sostiene que la constitución es la única norma que es de todos y para todos. Tienen razón tanto en el plano simbólico como en el práctico.
Como ya se ha explicado, las constituciones recogen pactos políticos adoptados en momentos difíciles. En esa medida simbolizan el “contrato social” que ampara a todos los miembros de una comunidad en un momento histórico determinado que se va proyectando hacia el futuro. “We the people” es la proclama canónica para redondear la idea.
Pero, más allá de lo simbólico, existe una dimensión práctica. Por fortuna, suele decir Fix-Fierro, muchos de nosotros nunca tendremos nada que ver con el derecho penal; tampoco interactuaremos con las complejidades del derecho energético; ni nos veremos involucrados en cuestiones relacionadas con el derecho de las telecomunicaciones; pero todos experimentaremos circunstancias en las que tendrá relevancia para nuestra vida el derecho constitucional.
En ese sentido la constitución es la norma de todos. Una norma que recoge los principios de las demás materias pero que, en sí misma, tiene una relevancia temática propia que nos atañe a todos los miembros de la comunidad política. Eso es lo que los expertos llaman “la materia constitucional”.
 La materia constitucional —valga la obviedad aparente— es el contenido de la constitución.
Si bien cada constitución es diferente a las demás —unas son breves y abstractas, otras extensas y detalladas; existen constituciones pomposas en su estilo y otras sobrias en su redacción; hay constituciones claras y coherentes y otras barrocas y confusas, etcétera—, lo cierto es que todas contienen grupos temáticos similares. Al menos es el caso de las constituciones modernas que siguen la pauta del artículo 16 de la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano de 1789: “Toda sociedad en la cual no esté establecida la garantía de los derechos, ni determinada la separación de los poderes, carece de Constitución”.
Así que todas las constituciones modernas —dignas de ese nombre, diría Elías Díaz— contienen una declaración de derechos y establecen un diseño del poder político basado en la lógica de la división de las funciones estatales y la separación de los órganos que las ejercen. En esa dimensión todos los documentos constitucionales son iguales aunque el catálogo de derechos que recojan y la manera en la que organizan a los poderes tengan particularidades y diferencias concretas.
Pero, además, las constituciones postulan los principios que dan identidad al Estado que las adopta. En esta dimensión las diferencias pueden ser relevantes. Nuestra Constitución, por ejemplo, en su artículo 40, dice que México es una República representativa, democrática, laica y federal. La Constitución argentina, por su parte, en sus artículos 1 y 2 sanciona que la Nación Argentina adopta para su gobierno la forma representativa, republicana y federal pero que “el  Gobierno federal sostiene el culto católico, apostólico, romano”. Usted dirá si no existen diferencias.
 Así que las constituciones definen la  identidad de las naciones, organizan la relación entre los poderes públicos, sientan las bases para la interacción entre los mismos y los gobernados y delinean las reglas de convivencia entre estos últimos. Pero los textos constitucionales —para ser tales— no deben ir mucho más lejos.
 Las llamadas Leyes secundarias —generales, federales, estatales, etcétera— son los ordenamientos en los que las normas constitucionales se expanden, se puntualizan, se desarrollan.
Se dice que la constitución “delega” la regulación de la materia x o y en la legislación secundaria. Por lo mismo, idealmente, las constituciones deberían ser breves, puntuales y concisas. De hecho, en algunos países —de manera destacada en el Reino Unido— las normas constitucionales ni siquiera se encuentran escritas en un libro, volumen o documento. Lo que importa es que la materia constitucional contenga los principios, los derechos y las instituciones fundamentales que serán desarrollados por las normas secundarias. Así se garantiza que los órganos del Estado operen sometidos al derecho y a través del derecho (sub lege y per leges, se dice en la literatura abogadil).
Cuando esto se logra, los Estados constitucionales cumplen lo que prometen: brindar certeza y seguridad jurídicas.
 La certeza es posible cuando podemos anticipar las consecuencias de nuestra actuación y eso nos da seguridad para desenvolvernos en la vida colectiva.
De lo que se trata es de que todos los actores sociales —pero en especial los gobernados— puedan prever las consecuencias legales de su comportamiento y puedan utilizar al derecho y a las instituciones jurídicas como herramientas para solucionar controversias y superar conflictos pero también —y esto es muy importante— para impulsar y materializar los proyectos (personales, profesionales, económicos, etcétera) que se proponen.
Si la constitución es clara y el resto del ordenamiento se articula en torno a la misma, entonces están sentadas las bases para que vida política y social transcurra por sendas institucionales. Sobre esa plataforma normativa es posible generar una “cultura constitucional” que sólo existe cuando las personas —los ciudadanos de a pie, como suele decirse— conocen el texto constitucional, discuten su contenido y argumentan echando mano del mismo.
A todo eso aspiramos cuando promovemos un Estado de derecho.
 En México contamos con una Constitución casi centenaria que —por la manera en la que se aprobó, el momento en el que surgió y su contenido original— fue un documento paradigmático durante algún tiempo.
De hecho, la “Constitución mexicana de 1917” ha sido y seguirá siendo un referente en la historia del constitucionalismo mundial. Pero eso —aunque resulte paradójico— no vale para la Constitución mexicana de 2016. La paradoja reside en que, formalmente, se trata de la misma Constitución pero, materialmente, son dos textos muy distintos. De hecho, la Constitución vigente es tres veces más extensa que la original.
Eso ha sido el producto de una vorágine reformadora. Desde 1921, en que se hizo la primera modificación, hasta julio de 2015, el texto de la Constitución había sufrido 642 cambios a través de 225 decretos de reforma constitucional. En los meses que han transcurrido desde esa fecha hasta el día de hoy seguramente se han acumulado otras modificaciones. Ese proceso se aceleró desde 1982, en el sexenio de Miguel de la Madrid, pero con los últimos gobiernos ha alcanzado ritmos inusitados.
Hasta ahora, el sexenio en el que más reformas constitucionales se aprobaron fue el de Felipe Calderón con 110 modificaciones, pero todo indica que durante el gobierno actual se romperá el récord. Se aceptan apuestas.
 El giro que se da a partir de 1982 también se constata en los datos cuantitativos.
Casi dos tercios de las reformas (66.9%) y más de la mitad de los decretos (56.4%) son posteriores a diciembre de 1982. La nueva dinámica se refleja también en el crecimiento del texto constitucional, medido en palabras. El texto original de la Constitución de 1917 tenía 21 mil palabras de extensión. 65 años después, en 1982, al concluir el mandato del presidente López Portillo, el texto ya había aumentado en 42.6%, alcanzando casi 30 mil palabras. Con el presidente De la Madrid se inicia un crecimiento mucho más rápido, como efecto de una modernización constitucional más intensa que —como se adelantaba— se hace vertiginoso con los presidentes Calderón y Peña Nieto, durante cuyos mandatos el texto aumenta en más de 20 mil palabras, lo que equivale prácticamente a la extensión del texto original.1
Para muestra un botón: el artículo 41 que en 1917 tenía 63 palabras, ahora tiene más de cuatro mil.
 Muchas de esas reformas han sido necesarias y útiles para modernizar el país.
A través de los cambios constitucionales se han operado transformaciones que pueden ser polémicas en lo político pero que nadie calificaría de irrelevantes: apertura económica, democratización, justicia constitucional, ampliación de derechos, reordenación territorial, modelo de telecomunicaciones, etcétera.
De hecho, las reformas han impactado en todas las cajoneras de la materia constitucional: derechos, organización de los poderes, principios identitarios del Estado mexicano. Basta con mencionar la reforma de derechos humanos de 2011, la creación del ingente número de órganos constitucionales autónomos y la inclusión del principio de laicidad en el artículo 40 para encapsular la idea.
Así que los cambios constitucionales —al menos la mayoría de ellos— han tenido un sentido político y un objetivo práctico. En esa medida podemos decir que la Constitución mexicana ha sido un instrumento útil para encauzar la vida social y política de manera relativamente institucionalizada. Bien por ello.
 El problema es que esa dinámica de cambio constitucional también ha tenido efectos perniciosos, al menos en dos dimensiones.
En primer lugar ha convertido a la Constitución en un documento que, además de extenso, es oscuro, confuso, inaccesible, farragoso. Yo suelo provocar a mis alumnos con la promesa de aprobarlos con la máxima nota si explican al grupo el contenido del artículo 28 constitucional. Temo que ni siquiera el profesor sería capaz de hacerlo de manera convincente y esclarecedora. Y lo cierto es que la provocación podría repetirse con buena parte del articulado constitucional.
Esto tiene diversas consecuencias negativas, pero me parece que tres son las más relevantes: aleja el texto constitucional de los gobernados que no son capaces de conocerlo y entenderlo; por lo mismo, la Constitución se vuelve patrimonio de una elite experta y, dentro de esa minoría ilustrada, destaca la judicatura que, mediante interpretaciones, termina definiendo el verdadero contenido constitucional.
 El segundo tipo de problemas generado por las reformas constitucionales es cercano al anterior pero conviene distinguirlos.
Lo que tenemos es una Constitución técnicamente muy defectuosa. El caos constitucional se expresa en disposiciones duplicadas, contradicciones terminológicas, desorden y falta de sistematicidad temática, ubicación errada de las materias reguladas, sobrerregulación de cuestiones que deberían estar en las leyes secundarias, errores en la actualización del texto, básicamente.
Si la Constitución fuera un texto académico diríamos que adolece de metodología, que está mal escrito, que no se entiende y que amerita una evaluación reprobatoria. Si se tratara de una proclama meramente política diríamos que es defectuosa en su forma e inútil en su propósito. En ninguno de esos ámbitos un juicio tan severo, certero y lapidario tendría mayores consecuencias.
Pero, como sabemos, las constituciones son textos normativos con efectos vinculantes. Así que el caos no es irrelevante. Si la constitución debe servir como instrumento para modelar la vida social, los mexicanos nos estamos adentrando en un cuadro de Erik Otto.
Figuras aparte, ante esta realidad normativa caótica y desordenada se impone la feria de la discrecionalidad de los intérpretes. El derecho constitucional deja de ser el marco que orienta y contiene las disputas sociales y políticas y se convierte en un terreno más de la disputa. Por esta vía la lógica del poder se desvincula del derecho y termina por someterlo.
Como la constitución es oscura, todo cabe al amparo de su texto.
 En el Instituto de Investigaciones Jurídicas elaboramos un Estudio Académico que podría ser el hilo de Ariadna.
Bajo la convicción de que la tendencia de reformas debe reencauzarse y las malformaciones al texto constitucional deben corregirse, un grupo de investigadores nos dimos a la tarea de reordenar y consolidar el texto constitucional vigente.
Héctor Fix-Fierro y Diego Valadés arrastraron el lápiz de una empresa académica en la que también participamos de manera activa Daniel Barceló, Eduardo Ferrer Mac-Gregor, Jose María Serna de la Garza y quien esto escribe. El resultado puede consultarse en la página electrónica del Instituto, fue publicado —en una primera edición— sólo con la Cámara de Diputados y, hace unos días, en una versión actualizada, también con el Senado de la República.
El estudio, inspirado en un ejercicio que realizaron en 1999-2000 para revisar la Constitución de la Confederación Helvética (Suiza), arrojó resultados prometedores.
 La Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos. Texto Reordenado y Consolidado,2como intitulamos al producto del estudio, es una especie de nueva-vieja constitución.
Para elaborarlo, primero, revisamos el texto constitucional vigente en 2015 y reordenamos su contenido, reubicando párrafos y artículos con la finalidad de ofrecer coherencia temática y sistematicidad al conjunto.
Acto seguido, consolidamos el texto, lo que implicó mejorar la puntuación y la redacción; en algunos casos sintetizar el contenido (suprimiendo redundancias e inconsistencias); articular la redacción de los párrafos reordenados, y mejorar la presentación sistemática en apartados, fracciones e incisos.
De esta manera —sobre la base de la Constitución vigente y sin alterar su contenido normativo— logramos un texto constitucional mucho más accesible, coherente y claro.
 También sugerimos que, para aligerar al texto constitucional, lo acompañe una Ley de Desarrollo Constitucional (LDC).
Dado que uno de los problemas detectado es que la Constitución contiene muchas disposiciones reglamentarias que no deberían estar en la norma suprema pero que —por una u otra razón— los legisladores quieren que tengan la máxima jerarquía proponemos la creación de una Ley de Desarrollo Constitucional.
La propuesta tampoco es original: la había delineado Mariano Otero desde 1847. Pero es muy sugerente. Se trataría de crear una especie de ley complementaria de la Constitución que, junto con ella y otras normas convencionales (que provienen de los tratados internacionales en materia de derechos humanos), conformarían lo que se conoce como “bloque de constitucionalidad”.
En esa Ley de Desarrollo Constitucional —que no sería una ley secundaria— se reubicarían muchas de las disposiciones que hoy engrosan a la Constitución innecesariamente. Pensemos en un ejemplo: los minutos que corresponden a los partidos políticos en radio y televisión durante los procesos electorales. Nuestra idea no implica degradar jurídicamente esa clase de disposiciones pero sí reagruparlas fuera del texto constitucional en la Ley de Desarrollo.
Al final, en nuestro estudio, con la creación de esta ley, la Constitución mexicana adelgazaría en 17 mil 255 palabras (lo que equivale a 26.1% de su extensión actual).
Así que no sólo logramos un texto más coherente y accesible sino también significativamente más conciso.
 No se trata de la constitución ideal ni de una nueva constitución.
Con nuestro estudio no escribimos la constitución que nos gustaría ni proponemos un modelo de nueva constitución para México en el siglo XXI. En ese sentido no abonamos a la causa de quienes han propuesto convocar a un nuevo poder constituyente. Pero tampoco entramos en colisión con esa empresa que, de hecho, ha sido impulsada por algunos colegas de nuestro instituto y que tiene una dimensión marcadamente política.
El texto reordenado y consolidado de la Constitución recupera en lo fundamental el contenido constitucional vigente en la actualidad. En esa medida, salvaguardamos los acuerdos políticos que lo sustentan. Esto no quiere decir que, para nosotros, todas las normas que contiene actualmente la Constitución sean deseables —en lo personal, por ejemplo, detesto el contenido xenófobo de algunas de sus disposiciones— pero sí refleja el objetivo primordial de nuestro estudio: superar hasta donde sea posible los defectos técnicos del texto constitucional vigente.
Así que, sabedores de que las iniciativas de reformas al contenido de las normas constitucional provienen del debate público en sede legislativa, no elaboramos un texto constitucional modelo.
 De hecho, conservamos el número de artículos y no alteramos la materia de artículos emblemáticos: 1, 3, 14, 16, 20, 27, 103, 107, 115, 123 y 130.
 Para algunos nuestro estudio es demasiado conservador. Sinceramente, difiero.
Es cierto que, en el horizonte de lo posible —y, para algunos, de lo deseable— existen alternativas más ambiciosas y transformadoras. En el extremo se encuentra la apuesta refundadora y reconstitucionalizadora del Estado mexicano. Pero, como ya se apuntaba, esa empresa requiere de condiciones políticas que —aunque parezca circular— sólo suceden cuando suceden y que, al menos yo, no vislumbro en el horizonte. Ello, entre otras razones, porque los procesos constituyentes obligan a colocar todos los temas sobre la mesa de la negociación y creo que diversos actores no están dispuestos a que eso suceda.
 Así que la apuesta reconstituyente puede ser la mejor aliada del statu quo. Nuestro estudio, en cambio, ofrece una ruta transitable que mejoraría de manera sustantiva lo que tenemos y dejaría abierta la puerta para negociaciones y reformas sustantivas venideras. Éstas, idealmente, en su mayoría, deberían recogerse en la Ley de Desarrollo Constitucional.
Así las cosas, aunque parezca paradójico, nuestro estudio ofrece una alternativa más arrojada por el solo hecho de que es más viable. 
Reordenar y consolidar el texto es deseable, es posible y creo que es necesario.
La razón de esto último se explica en las primeras tesis de este ensayo: nuestra Constitución está dejando de ser un instrumento útil para transformar la realidad social. A nuestra generación le toca evitar que esto suceda y debe actuar pronto.
Sin duda, nuestro estudio puede mejorarse. Es posible compactar más y mejor diversos artículos. Además, hay temas que suscitarán debate: ¿cuál sería la fórmula idónea para reformar la Ley de Desarrollo Constitucional?; ¿qué hacer con los artículos transitorios?; ¿conviene introducir el preámbulo que, como una única licencia de agregados, nosotros sugerimos? Pero, por lo pronto, desde la Universidad Nacional, aportamos al debate público lo que nos toca: una investigación técnicamente sólida, políticamente imparcial y —en potencia— socialmente útil. Lo hacemos, además, conscientes de que la coyuntura es propicia.
2017 puede pasar a la historia como algo más que un aniversario. Podría ser el año en el que la Constitución de 1917 recuperó forma y retomó bríos para el siglo en curso. Hacer que eso sea posible no depende de nosotros que nos dedicamos a la investigación jurídica pero sí podría estar en la agenda de los actores que tienen la legitimidad democrática y la facultad jurídica para lograrlo.
Creo que una decisión en esa dirección tendría efectos políticos, simbólicos y, sobre todo, jurídicos dignos del momento y de los retos que vivimos cien años después de que los constituyentes de Querétaro modelaran al México moderno. Quizá este no sea el momento de remodelar pero sí puede ser la coyuntura propicia para reordenar y consolidar el marco constitucional que tenemos.
Pedro Salazar Ugarte 
1 Este párrafo, casi de manera textual, proviene del Estudio Introductorio al Estudio Académico de la Constitución Reordenada y Consolidada elaborado por el IIJ-UNAM.

2 El estudio completo —con un gráfico compa- rativo del destino que proponemos para las diversas disposiciones constitucionales— puede consultarse en:http://www2.juridicas.unam.mx/constitucion-reordenada-consolidada/

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