miércoles, 30 de abril de 2014

Pactar y legislar

En los días que corren, dos preguntas van haciéndose constantes: ¿por qué es más fácil pactar que legislar? ¿Por qué es más sencillo reformar la Constitución que las leyes que habrán de desarrollarla? Ambas preguntas son pertinentes no sólo porque de su respuesta depende la concreción de lo que se supone habrá de ser el nuevo modelo jurídico nacional sino, y así sea indirectamente, también el entendimiento que debemos darle a buena parte del quehacer público nacional. 
¿Pactar ha sido, en efecto, más sencillo que legislar? Y, si es así, ¿en qué sentido? Visto desde fuera y teniendo como referentes los elementos discursivos y simbólicos que los propios pactantes han querido mostrarnos, esta pregunta puede responderse afirmativamente. Entre quienes pactan —Ejecutivo federal y partidos nacionales— existe el ánimo de presentar la idea de colaboración, acuerdo y eficacia, tal vez para romper la dinámica de contradicción o, al menos, parálisis asignada a lo que se dice hubo en otros tiempos. En el sentarse, en el negociar, en el convenir acciones supuestamente comunes, se encuentra la manera de trascender a lo que desde ciertos discursos se presentó como fractura, dispersión, parálisis y, finalmente, oportunidades perdidas para la nación entera. 
El número y calado de las reformas de los últimos años no muestran tal severidad en la postulada parálisis. Más bien evidencian que el modo como se hacían las cosas no partía de un gran y totalizador consenso nacional, de un gran y homogéneo proyecto nacional. La idea del pacto y de las posibilidades refundacionales que se le adscribieron, no son tanto la solución a una parálisis que no existió, sino más bien la construcción de la plataforma para llegar a cumplir con dos grandes objetivos: superar la idea de que había un quebrantamiento institucional y, sobre todo, generar las bases para acometer desde ahí las reformas que no habían podido lograrse. 
El pacto o los pactos han tenido una función reconfiguradora de la realidad política, tanto en el plano simbólico como en el operativo. Estar en el Pacto se ha visto como la única manera de contribuir a la modernización del país; ejecutar lo pactado, como la única manera de participar en ella. Quienes no pactan o no ejecutan lo pactado, no pueden ser concebidos ni como modernos ni como modernizantes. La ventaja de pactar ha sido autorreferencial: sólo los que pactan merecen estar en los pactos y ser entendidos como modernizadores. 
Reformar la Constitución a partir de lo pactado no es, entre nosotros, complejo. El nivel de generalidad propio de las normas constitucionales y la escasa relevancia normativa que se les sigue reconociendo, continúan permitiéndolo. Quien reforma la Constitución supone estar en un momento creador, con pocas restricciones y con amplias posibilidades frente a sí. La Historia no lo limita, pues él la hace; el Derecho no lo restringe, pues es su creador; la sociedad no lo acota, pues su legitimidad electoral le permite moldear a la sociedad misma; las condiciones oligárquicas… éste es otro tema. Pasar del acuerdo a la Constitución se considera, tristemente, pasar de un acuerdo general a otro, de un tipo de documento a otro, de un vago compromiso a otro con semejante carácter. Una especie de continuidad formal, respaldada por nuevos procesos y modos certificatorios. 
Pasar de la Constitución a la ley, sin embargo, es otra cosa. Primero hay que enfrentar los detalles y, así, afectaciones concretas a sujetos de huesos y carne. Los “todos” o los “siempres” habrán de actualizarse en quienes tienen, no tienen o aspiran a tener. Además, y en relación con lo mismo, se preverán organismos, procesos y modos de afectación frente a los que hay que dar explicaciones y, sobre todo, justificar lo que se quiera hacer. 
En el plano del deber —que a veces no corresponde al del ser—, legislar supone ajustarse a requerimientos técnico-jurídicos. Si las normas con las cuales pretende desarrollarse lo pactado debieran afectar al mundo jurídico y, desde ahí al social, bueno sería que en su diseño se consideraran las condiciones de afectación del mundo jurídico. Enfrentarse con este tema es un problema serio al legislar. Lo acordado deriva de acuerdos. Estos se dan en una arena específica, por actores particulares y con fines propios. Lo legislado se hace en otra arena, por otros actores, con otras reglas y efectos. Es importante considerar con seriedad ambos aspectos y, sobre todo, reconocer al segundo su dimensión técnico-jurídica. La racionalidad jurídica no tiene por qué coincidir con la política, pues su función no es la de acompañamiento, sino la de regulación. De nuevo, pues, pactar no es legislar.
 @JRCossio
Ministro de la Suprema Corte de Justicia de la Nación

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