LA GARANTÍA JURISDICCIONAL DE LA CONSTITUCIÓN
(LA JUSTICIA
CONSTITUCIONAL)
Hans Kelsen
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Nota preliminar: Para todos aquellos interesados en el tema de la
Constitución y su defensa, es de suma importancia el famoso texto de Hans
Kelsen sobre la garantía jurisdiccional de la Constitución. Fue originalmente
presentado a la Quinta Reunión de Profesores Alemanes de Derecho Público que se
llevó a cabo en Viena los días 23 y 24 de abril de 1928,momento en el cual su autor,
aparte de magistrado del Tribunal Constitucional austriaco, era profesor de
Derecho Público de la Universidad de Viena. El texto alemán no tuvo mayor
repercusión más allá de la propia comunidad académica germánica, y solo se
publicó en Berlín al año siguiente, con el resto de las ponencias presentadas a
dicho evento. Sin embargo, consciente de la importancia de su planteo, Kelsen
la envió a París a su discípulo Charles Eisenmann para que la tradujese al francés y la
divulgase en el mundo académico francés, seguro que de esta manera tendría una
mayor repercusión. El texto francés, como se sabe de la comparación efectuada
por los estudiosos, es prácticamente igual al alemán, con la ventaja para el
primero de que tiene algunos añadidos y además una mejor distribución de sus
párrafos con los correspondientes títulos, que lo han hecho, por tal
circunstancia, el preferido para su estudio. En la práctica, la versión
francesa debida a Eisenmann - por lo demás bastante ceñida y en consecuencia de no fácil lectura - fue
publicada el mismo año de 1928 en la prestigiosa Revue du Droit Public et de
la Science Politique. Como si no fuese suficiente, incorporado al recién
fundado “Institut International de Droit Public”, Kelsen viajó a París y
participó en la sesión del Instituto de fecha 20 de octubre de 1928, con la
presencia de Mirkine Guetzévicht, Gastón Jéze (presidente del Instituto),
Gascón y Marín, León Duguit, Berthélemy, entre otros. De las actas publicadas
se desprende que Kelsen usó para su exposición la versión francesa debida a
Eisenmann - con lo cual dio a entender a las claras que la aprobaba - y tuvo un
animado debate sobre el tema, en un medio no muy convencido de sus tesis. El Annuaire
del Instituto, recogiendo sus actividades del año anterior, fue publicado en
1929, dando cuenta de la sesión y de la versión íntegra de la ponencia
presentada por Kelsen en francés. Es decir, fue publicado el mismo texto dos
veces en versión francesa, los años 1928 y 1929. Esto explica porqué ha sido
esta versión la que ha predominado en el
uso de la comunidad jurídica occidental, con la excepción por cierto, de la
comunidad alemana, que por lo demás no
ignoraba este hecho.
Y
fue así que durante años solo se tenía conocimiento del importante planteo
kelseniano a través de la famosa Revue
y en menor grado del Annuaire que por cierto tenían amplia circulación.
Pero en 1975, con motivo de mi primer viaje a México para asistir al luego
denominado Primer Congreso Iberoamericano de Derecho Constitucional, conocí a Rolando Tamayo y Salmorán, quien
habiendo hecho sus estudios doctorales en París, había tenido el acierto de
traducir al castellano el texto kelseniano que finalmente publicó en el Anuario
Jurídico que por entonces editaba el Instituto de Investigaciones Jurídicas
de la Universidad Nacional Autónoma de México(UNAM), y correspondiente a su
primer número publicado en 1974. Esta
sería, pues, la primera vez que se tradujo a
otro idioma. Y desde entonces llenó el vacío que existía de este
importante texto, gozando de la reproducción fotostática y del uso de nuestros
colegas latinoamericanos.
En
mi caso personal, en los cursos que por entonces tenía a mi cargo, en especial
en la Universidad Católica de Lima, lo hice de obligada lectura y yo mismo fui
un lector atento y concienzudo del texto
durante varios años. Pero pasadas las primeras impresiones advertí que
tenía algunos pasajes no muy claros,
debido a una traducción quizá algo apresurada y sobre todo provenientes de los entonces llamados errores
de imprenta, fruto del uso del linotipo, que era en aquellos días lo habitual
en el mundo editorial. Y quizá también del descuido del corrector de pruebas. Y
advertí adicionalmente algunas omisiones, que si bien no desmerecían el texto,
reclamaban una nueva y paciente revisión. Estaba pues ante una traducción muy
solvente, pero necesitada de algunos ajustes.
Fue así que contando con una fotocopia del texto francés que tenía en mi
archivo desde años atrás, hice un cotejo lo más minucioso que pude y con la
aprobación del propio traductor, Rolando Tamayo y Salmorán, así como del
director del Instituto de Investigaciones Jurídicas de entonces, Jorge Madrazo,
lo publiqué nuevamente en Lima, en una versión más cuidada y sobre todo más
fiel al original. Y lo fue en la revista estudiantil Ius et Veritas
correspondiente a 1994 (número 9). Y
desde entonces ha circulado grandemente.
Pero pasados los años, he creído necesario confrontar nuevamente la
versión castellana con su original francés, y además tomar en cuenta a otras
traducciones a lenguas romances que fueron apareciendo mientras tanto. Así como
comentarios de amigos y colegas que me han hecho algunas observaciones, en
especial Francisco Fernández Segado, quien me llamó la atención sobre algunos
puntos que se nos habían escapados a ambos (a Tamayo y a mi)y más recientemente
a Luis García-Corrochano Moyano, quien con toda paciencia hizo un cotejo minucioso de la traducción con el original francés y me
hizo observaciones muy acertadas que en gran parte aquí se recogen.Luis Sáenz
Dávalos leyó igualmente el texto y me hizo útiles sugerencias. Y esta versión,
revisada y mejorada, es la que publico aquí, y que espero que siga prestando
los mismos servicios que la versión anterior. Soy conciente de que no existe
traducción inmejorable, pero creo que la realizada por Tamayo hace tantos años,
ahora cuidadosamente revisada y corregida, presenta algo que no desmerece los
esfuerzos realizados. Aun más, he tratado de mantener la fidelidad al texto,
que fue el objetivo primigenio del traductor original, sin concesiones
literarias para mejorar su presentación, como por lo demás es una tentación que
de continuo se presenta en este tipo de tareas. Las fichas de los textos a las
que aquí me refiero son las siguientes:
i) “La garantía jurisdiccional de la Constitución
(La justicia constitucional)” en Anuario Jurídico, num. 1, México 1974,
editado por la UNAM, pp. 471-515. Traducción de Rolando Tamayo y Salmorán. De
este texto existen separatas con el mismo título.
Con posterioridad, se ha publicado como folleto
bajo el sello de la UNAM, México 2001,107 pp. Es la reproducción textual de la
versión publicada en 1974, pero con errores y omisiones que antes no existían y
que son fruto del descuido de esta edición. Al parecer, no se consultó aquí al
traductor.
ii) “La garantía jurisdiccional de la Constitución
(La Justicia constitucional)” en Ius et Veritas núm. 9, Lima, junio de
1994, pp.17-43. Traducción de Rolando Tamayo y Salmorán. Revisión de Domingo García Belaunde.
Esta versión se ha publicado en folleto en Bolivia
y tiene los siguientes datos:
Hans Kelsen, La garantía jurisdiccional de la
Constitución (La justicia constitucional), Academia Boliviana de Estudios
Constitucionales-Instituto Iberoamericano de Derecho Constitucional, Capítulo
boliviano. Grupo Editorial Kipus,
Cochabamba 2006, 78 pp.
iii) «La garantie juridictionnelle de la
Constitution (La Justice constitutionnelle)» en Revue du Droit Public
et de la Science Politique en France et à l'Étranger, Paris, avril-mai-juin 1928, tomo 45, año XXXV, pp. 197-257. Es el que he usado en esta
oportunidad para el correspondiente cotejo.
De esta versión se hizo una separata
que circuló ampliamente y cuya ficha es la siguiente:
La garantie juridictionelle de la
Constitution (La Justice constitutionelle) par Hans
Kelsen, Professeur de Droit Public à l´Université de Vienne. Extrait de la
Revue du Droit Public et de la Science politique en France et á l´Etranger,
avril-mai-juin 1928, Paris, Marcel Giard, 1928, 61 pp.
iv) Con el mismo título se
publicó en el Annuaire de l'Institut International de Droit Public, P.U.F., Paris, 1929, pp. 52-143 que incluye
además el acta de la sesión del 20 de octubre de 1928 del Instituto en la cual
se debatió el texto de Kelsen con la presencia de éste.
v) „Wesen und Entwicklung der
Staatsgerichtsbarkeit“ (Esencia y desarrollo de la jurisdicción estatal) en Veröffentlichungen der Vereinigung der Deutschen Staatsrechtslehrer, Heft 5, W. de Gruyter & Co., Berlin
und Leipzig, 1929, pp. 30-88. Es la version alemana originaria,que ha sido
reproducida en ese idioma varias veces.
vi) “La
garanzia giurisdizionale della Costituzione (La giustizia costituzionale)” en Hans Kelsen, La giustizia costituzionale,
Giuffré editore, Milano 1981, pp. 143-206, traducción de Carmelo Geraci.
vii) “La
garantía jurisdiccional de la Constitución (La justicia constitucional)” en Hans Kelsen, Escritos sobre la democracia y el socialismo, Editorial Debate, Madrid
1988, pp. 109-155; traducción de Juan Ruiz Manero.
viii) “A garantia jurisdiccional da Constituiçâo”
en Hans Kelsen, Jurisdiçâo constitucional,
Editora Martins Fontes, Sâo Paulo 2003, pp. 121-186, traducción de María
Ermantina Galvão.
Todas las traducciones existentes han sido
realizadas desde la versión francesa de 1928 debida a Ch.Eisenmann.
Lima, julio de 2008
Domingo García Belaunde
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Sumario: Preámbulo.
I. El problema jurídico de la regularidad. II. La noción de Constitución. III.
Las garantías de la regularidad. IV. Las garantías de la constitucionalidad: 1.
La jurisdicción constitucional. 2. El objeto del control jurisdiccional de
constitucionalidad. 3. El criterio del control jurisdiccional de constitucionalidad.
4. El resultado del control jurisdiccional de constitucionalidad. 5. El
procedimiento del control jurisdiccional de constitucionalidad. V. La
significación jurídica y política de la justicia constitucional.
PREÁMBULO
El
presente estudio trata el problema de la garantía jurisdiccional de la
Constitución, denominada generalmente justicia constitucional, desde un doble
punto de vista. Se expone, en primer lugar - cuestión teórica - la naturaleza
jurídica de esta garantía fundándose, en última instancia, en el sistema sobre
el cual el autor ha dado ya una explicación de conjunto en su “Teoría General
del Estado” (Allgemeine Staatslehre,
Berlín 1925).[1]
El estudio busca luego - cuestión
práctica - los mejores medios para realizarla: el autor se apoya en este
aspecto en las experiencias que ha tenido después de varios años en su calidad
de magistrado y ponente permanente del Tribunal Constitucional de Austria. En
efecto, la Constitución austriaca, votada en 1920 sobre la base de un Proyecto
elaborado por el autor a petición del Gobierno austriaco, ha dado a la
institución de la justicia constitucional un desarrollo más completo que
ninguna Constitución anterior.
I. EL PROBLEMA JURÍDICO DE LA REGULARIDAD
1. La garantía jurisdiccional
de la Constitución - la justicia constitucional - es un elemento del sistema de
los medios técnicos que tienen como fin asegurar el ejercicio regular de las
funciones estatales. Estas funciones tienen en sí mismas un carácter jurídico:
constituyen actos jurídicos. Son actos de creación de Derecho, esto es, de
normas jurídicas o actos de ejecución del Derecho creado, es decir, de normas
jurídicas vigentes. En consecuencia, tradicionalmente se distinguen las
funciones estatales en legislación y ejecución, distinción en que se opone la
creación o producción del Derecho a la aplicación del Derecho, considerada esta
última como una simple reproducción.
El problema de la regularidad
de la ejecución, de su conformidad a la ley, y por consiguiente, el problema de
las garantías de esta regularidad, son temas muy frecuentemente abordados. Por
el contrario, la cuestión de la regularidad de la legislación, es decir, de la
creación del Derecho y la idea de garantías de esta regularidad atraviesa
ciertas dificultades teóricas.
¿Qué no existe una petición de
principio cuando se pretende regular la creación del Derecho conforme a un
patrón que no ha sido creado sino mediante el objeto que se piensa regular? Y
la paradoja que reside en la idea de una conformidad del Derecho al Derecho es
tanto más grande que - en la concepción tradicional - se identifica, sin más,
legislación y creación del Derecho y de ahí ley y Derecho. De suerte que las
funciones reunidas bajo el nombre de ejecución: la justicia y, más
especialmente la administración, parecen por así decirlo, que son funciones
exteriores al Derecho, y que hablando estrictamente del Derecho, no crean sino
solamente aplican el Derecho, que reproducen un Derecho cuya creación estaría
acabada antes de ellas. Si se admite que la ley es todo el Derecho, regularidad
equivale a legalidad. No resulta entonces evidente que se pueda extender más la
noción de regularidad.
Pero esta concepción de la
relación entre legislación y ejecución es inexacta. Estas dos funciones no se
oponen de modo absoluto como la creación a la aplicación del Derecho, sino de
manera puramente relativa. En efecto, observando más de cerca, cada una de
ellas se presenta a la vez como un acto de creación y de aplicación del
Derecho. Legislación y ejecución, no son dos funciones estatales coordinadas,
sino dos etapas jerarquizadas del proceso de creación del Derecho, y dos etapas
intermedias. Este proceso no se limita a la sola legislación sino, comenzando
en la esfera del orden jurídico internacional, superior a todos los órdenes
estatales, sigue con la Constitución para llegar, en fin, a través de las
etapas sucesivas de la ley, del reglamento, de la sentencia y del acto
administrativo, a los actos de ejecución material (Vollstreckungsakte)
de estos últimos.
En esta enumeración en que no
consideramos más que las fases intra-estatales, sólo se pretende indicar,
esquemáticamente, las etapas principales de este proceso, en el curso del cual
el Derecho regula su propia creación y el Estado se crea y se vuelve a crear,
sin cesar, mediante el Derecho. Constitución, ley, reglamento, acto
administrativo y sentencia, acto de ejecución, son simplemente los estadios
típicos de la formación de la voluntad colectiva en el Estado moderno.
Ciertamente, la realidad puede
diferir de este tipo ideal. Entre otras modificaciones posibles al curso típico
del procedimiento de creación del Derecho, ocurre por ejemplo, que no es
necesario que el reglamento, es decir, una norma general que emana de las
autoridades administrativas, se inserte entre la ley y el acto individual;
incluso, puede suceder que el reglamento intervenga inmediatamente con base a
la Constitución y no únicamente en ejecución de una ley. Sin embargo, aquí nos
situaremos, en principio, en la hipótesis típica indicada.
Si
la Constitución regula en lo esencial la confección de las leyes, entonces la
legislación es, frente a la Constitución, aplicación del Derecho. Por el
contrario, frente al reglamento y frente a los otros actos subordinados a la
ley, la legislación es creación del Derecho. Asimismo, el reglamento es aplicación
del Derecho frente a la ley, y creación del Derecho frente a la sentencia y
frente al acto administrativo que lo aplican. Éstos, a su vez, son aplicación
del Derecho si se mira hacia lo alto y creación del Derecho si se mira hacia abajo,
esto es, hacia los actos a través de los cuales la sentencia y el acto
administrativo son ejecutados (Vollstreckt).
El Derecho, en el camino que
recorre desde la Constitución hasta los actos de ejecución material (Vollstreckungsakte),
no deja de concretarse. De manera que si la Constitución, la ley y el
reglamento son normas jurídicas generales, la sentencia y el acto
administrativo constituyen normas jurídicas individuales.
La libertad del legislador,
quien no está subordinado más que a la Constitución, se encuentra sometida a
límites relativamente débiles. Su poder de creación continúa siendo
relativamente grande. Sin embargo, a cada grado en que se desciende, la
relación entre libertad y limitación se modifica en favor del segundo término:
la parte de la aplicación aumenta, la de la libre creación disminuye.
2.-
Cada grado del ordenamiento jurídico constituye a la vez una producción de
Derecho, frente al grado inferior y una reproducción del Derecho, ante el grado
superior.
La idea de regularidad se
aplica a cada grado en la medida en que cada grado es aplicación o reproducción
del Derecho. La regularidad no es, entonces, sino la relación de
correspondencia entre un grado inferior y un grado superior del ordenamiento
jurídico. No es únicamente en la relación entre los actos de ejecución material
(Vollstreckungsakte) y las normas individuales - decisión
administrativa y sentencia - o, en la relación entre estos actos de ejecución (Vollziehungsakte)
y las normas generales legales y reglamentarias, en donde se puede postular la
regularidad y las garantías propias para asegurarla, sino también en las
relaciones entre el reglamento y la ley, y entre la ley y la Constitución. Las
garantías de la legalidad de los reglamentos y las de la constitucionalidad de
las-leyes son entonces, tan concebibles como las garantías de la
regularidad de los actos jurídicos individuales.
Garantías
de la Constitución significa, entonces, garantías de la regularidad de las
normas inmediatamente subordinadas a la Constitución, es decir, esencialmente
garantías de la constitucionalidad de las leyes.
3.-
Que la aspiración a las garantías de la Constitución se manifieste vivamente y
que la cuestión sea científicamente discutida todavía en la actualidad - o más
exactamente sólo en la actualidad - se debe, a la vez, a razones teóricas y a
razones políticas. De una parte, no hace mucho tiempo que apareció en la
doctrina la idea de la estructura jerárquica del Derecho o, lo que es lo mismo,
de la naturaleza jurídica de la totalidad de las funciones estatales y sus
relaciones recíprocas. Por otra parte, si el Derecho de los Estados modernos,
que presenta cantidad de instituciones destinadas a asegurar la legalidad de la
ejecución, no toma, por el contrario, sino medidas muy restringidas para
asegurar la constitucionalidad de las leyes y la legalidad de los reglamentos,
esto obedece a motivos políticos. Y estos motivos no dejan de tener influencia
en la formación de la doctrina, la cual debería ser la primera en proporcionar
explicaciones sobre la posibilidad y la necesidad de semejantes garantías.
Así sucede en particular en
las democracias parlamentarias de Europa surgidas de monarquías
constitucionales. La teoría jurídica de la monarquía constitucional tiene
todavía en la actualidad – pese a que esta forma de Estado tiende a pasar a un
segundo plano - una gran influencia. Sea de modo consciente – ahí donde se
quiere organizar la República sobre el modelo de la monarquía, con un fuerte
poder presidencial -, o de manera inconsciente, la doctrina del
constitucionalismo determina en una gran medida la Teoría del Estado.
La monarquía constitucional,
que surge de la monarquía absoluta, tiene, como consecuencia, una doctrina que,
en varios sentidos, se encuentra guiada por el deseo de hacer creer que la
disminución del poder que ha sufrido el monarca - antes absoluto - es pequeña e
insignificante, tratando incluso de disimularla completamente.
Es cierto que en la monarquía
absoluta, la distinción entre el grado que ocupa la Constitución y el grado que
ocupan las leves es teóricamente posible; sin embargo esta distinción no juega
prácticamente papel alguno. La Constitución consiste en un solo principio: toda
expresión del monarca es una norma jurídica obligatoria. No existe pues, una
forma constitucional particular, es decir, normas jurídicas que sometan a
reglas diferentes la confección de leyes y la revisión de la Constitución. Así,
el problema de la constitucionalidad de las leyes no tiene sentido.
La transición a la monarquía
constitucional guarda, precisamente en este aspecto, una modificación decisiva
que se manifiesta de manera muy característica, en la expresión “monarquía
constitucional”. La creciente importancia que adquiere en adelante la noción de
Constitución, la existencia de una norma – que es precisamente la Constitución -
según la cual las leyes no pueden ser hechas sino de una cierta manera - con la
colaboración de la representación nacional -; el hecho de que esta norma no
pueda ser modificada tan simplemente como las otras normas generales - las
leyes -, es decir, la existencia, al lado de la forma legal ordinaria, de una
forma especial más complicada: la forma constitucional -mayoría calificada,
votación múltiple, asamblea constituyente especial -, son hechos que explican
el desplazamiento del poder decisorio en la monarquía constitucional. Podría,
pues, pensarse que la monarquía constitucional debería ser un campo propicio
para la afirmación enérgica del problema de la constitucionalidad de las leyes,
por tanto, de las garantías de la Constitución. Sin embargo, es exactamente lo
contrario lo que ha tenido lugar.
En efecto, la doctrina
constitucional ha encubierto el nuevo estado de cosas que resulta peligroso
para el poder del monarca. En oposición con la realidad constitucional, la
doctrina constitucional presenta al monarca como el único factor, o al menos,
el verdadero, de la legislación, declarando que la ley es la expresión de su
sola voluntad y que la función del Parlamento se reduce a una adhesión más o
menos necesaria, secundaria y no esencial. De ahí su famosa tesis del
“principio monárquico” que no se deduce de la Constitución sino que, por así
decirlo, se encuentra inserto desde fuera para interpretar la Constitución en
un sentido político determinado, o más exactamente, para deformar el Derecho
positivo con la ayuda de una ideología que le es extraña. De ahí también la
famosa distinción entre la obligatoriedad de la ley, que emana solo del
monarca, y el contenido de la ley, convenido entre el monarca y la
representación nacional. Este método da por resultado que no se considere una
imperfección técnica de la Constitución, sino como su sentido profundo, que una
ley deba ser considerada válida con tal que haya sido publicada en el Diario
Oficial (Bulletin des lois) con la firma del monarca, sin
considerar el hecho de si las prescripciones relativas a su adopción por el
Parlamento hayan sido respetadas o no.
En esta forma se reduce
prácticamente a la nada - al menos teóricamente - el progreso capital que va de
la monarquía absoluta a la monarquía constitucional, y en particular, con
respecto al problema de la constitucionalidad de las leyes y de sus garantías.
La inconstitucionalidad de una ley firmada por el monarca y a
fortiori su anulación, en absoluto no pueden, en este contexto, aparecer a la
conciencia jurídica como cuestiones de interés práctico. Además, la doctrina
constitucional -apoyándose menos en el texto de la Constitución que sobre la
ideología a la que hemos hecho referencia - reivindica para el monarca no
solamente la sanción de los textos legales, sino, además, con ella y en ella,
la exclusiva promulgación de las leyes. Firmando el texto votado por el
Parlamento, el monarca debe certificar la constitucionalidad de la confección
de la ley. Existiría así, según esta doctrina, una cierta garantía, al menos
respecto a una parte del procedimiento legislativo, pero es justamente la
instancia que debería ser controlada la que posee la función de control.
Sin duda, el refrendo
ministerial vincula una responsabilidad al acto del monarca, pero la responsabilidad
ministerial está desprovista de interés práctico en la monarquía
constitucional, en la medida en que se encuentra dirigida contra los actos del
monarca y no funciona cuando se trata de vicios en el procedimiento legislativo
que incumbe al Parlamento, puesto que es el mismo Parlamento el que la pone en
práctica.
En la actualidad la teoría - todavía
muy admitida y difundida con la ayuda de los más diversos argumentos -, de que
es necesario retirarle a los órganos de aplicación del Derecho todo examen de
la constitucionalidad de las leyes; de que se debe conceder a los tribunales,
cuando mucho, el control de la regularidad de la publicación; de que la
constitucionalidad en la confección de las leyes se encuentra suficientemente
garantizada por el poder de promulgación del jefe del Estado; y la consagración
por el Derecho positivo de estas opiniones políticas, incluso en las
Constituciones de las repúblicas actuales, se deben en última instancia, a la
doctrina de la monarquía constitucional, cuyas ideas han influido, más o menos
conscientemente, en la organización de las democracias modernas.
II. LA NOCIÓN DE
CONSTITUCIÓN
4.- La cuestión de la garantía y
el tipo de garantía de la Constitución, es decir, la regularidad de los-grados
del orden jurídico inmediatamente subordinados a la Constitución, presupone,
para ser resuelto, una noción clara de la Constitución. Únicamente la teoría -de
la estructura jerárquica (Stufenbau)
del ordenamiento jurídico, ya apuntada, está en condiciones de proporcionarla.
Inclusive, no es exagerado afirmar que solo ella permite conocer el sentido
inmanente de esta noción fundamental de “Constitución” en el cual pensaba ya la
Teoría del Estado de la antigüedad, porque esta noción implica la idea de una
jerarquía de las formas jurídicas.
A través de las múltiples
transformaciones que ha sufrido, la noción de Constitución ha
conservado un núcleo permanente: la idea de un principio supremo que determina
por entero el ordenamiento estatal y la esencia de la comunidad constituida por
este ordenamiento. Como quiera que se defina, la Constitución es siempre el
fundamento del Estado, la base del ordenamiento jurídico que se pretende
conocer. Lo que se entiende ante todo y siempre por Constitución - y la noción coincide en
este sentido con la forma de Estado - es que ella constituye un principio donde
se expresa jurídicamente el equilibrio de las fuerzas políticas en un momento
determinado, es la norma que regula la elaboración de las leyes, de las normas
generales en ejecución de las cuales se ejerce la actividad de los órganos
estatales: tribunales, autoridades administrativas. Esta regla de creación de
las normas jurídicas esenciales del Estado, de determinación de los órganos y
del procedimiento de la legislación forma la Constitución en sentido propio,
originario y estricto del término. La Constitución es pues la base
indispensable de las normas jurídicas que regulan la conducta recíproca de los
miembros de la colectividad estatal, así como de aquellas que determinan los
órganos necesarios para aplicarlas e imponerlas, y la forma como estos
órganos habrán de proceder.Es decir, la Constitución es, en suma, el asiento
fundamental del ordenamiento estatal.
De esta noción se deriva la
idea de asegurar a la Constitución la mayor estabilidad posible, de diferenciar
las normas constitucionales de las normas legales, sometiendo la revisión de
aquéllas a un procedimiento especial que contiene condiciones más difíciles de
reunir. Así aparece la distinción de la forma constitucional y de la forma legal
ordinaria. Limitativamente, solo la Constitución, en sentido estricto y propio
del término, se encuentra revestida de esta forma especial o - como se dice
habitualmente, si no es que felizmente - la Constitución en sentido material
coincide con la Constitución en sentido formal.
Si el Derecho positivo conoce
una forma constitucional especial, distinta a la forma legal, nada se opone-a
que esa forma sea empleada también para ciertas normas que no entran en la
Constitución en sentido estricto, principalmente para las normas que regulan,
no la creación, sino el contenido de las leyes. De ahí resulta la noción de
Constitución en sentido amplio. Es este sentido amplio el que está en juego
cuando las Constituciones modernas contienen, no solamente normas sobre los
órganos y el procedimiento de legislación, sino además un catálogo de derechos
fundamentales de los individuos, o libertades individuales. Es por ello - es el
sentido primordial, si no exclusivo de esta práctica -, que la Constitución
señala principios, direcciones y límites, para el contenido de las leyes
futuras.
Proclamando la igualdad de los
ciudadanos ante la ley, la libertad de opinión, la libertad de conciencia, la
inviolabilidad de la propiedad, - bajo la forma habitual de una garantía en beneficio
de los sujetos, de un derecho subjetivo a la igualdad, a la libertad, a la
propiedad etc. - la Constitución dispone, en el fondo, que las leyes no
solamente deberán ser elaboradas según el procedimiento que ella prescribe,
sino además, que no podrán contener ninguna disposición que menoscabe la
igualdad, la libertad, la propiedad, etc. Así, la Constitución no es solo una
regla de procedimiento, sino además, una regla de fondo. Por consiguiente, una
ley puede ser inconstitucional en razón de una irregularidad del procedimiento
en su confección, o en razón de que su contenido contraviene los principios o
direcciones formulados en la Constitución, es decir, cuando la ley excede los
límites que la Constitución señala.
Es
por ello que se distingue frecuentemente la inconstitucionalidad formal de la
inconstitucionalidad material de las leyes. Sin embargo, esta distinción no es
admisible sino con la reserva de que dicha inconstitucionalidad
material no es, en última instancia, más que una inconstitucionalidad formal en
el sentido de que una ley cuyo contenido estuviera en contradicción con las
prescripciones de la Constitución, dejaría de ser inconstitucional sí fuera
votada como ley constitucional. No se trata, pues, sino de saber si es la forma
legal o la forma constitucional la que debe ser observada. Si el Derecho
positivo no diferencia estas dos formas, el establecimiento de principios, de
direcciones, de límites al contenido de las leyes, no tiene ningún sentido
jurídico, y no es más que una apariencia querida por razones políticas, como lo
son, por otro lado, las libertades garantizadas constitucionalmente, en el caso
frecuente en que la Constitución autoriza a la legislación ordinaria a
limitarlas.
5.- Si las disposiciones
constitucionales relativas al procedimiento y al contenido de las leyes, no
pueden ser precisadas más que por las leyes, entonces las garantías de la
Constitución no constituyen sino los procedimientos contra las leyes
inconstitucionales. Sin embargo desde que la noción de Constitución es
extendida - a través de la idea de forma constitucional - a otros objetos
distintos del procedimiento legislativo y de la determinación de principios del
contenido de las leyes, se hace posible que la Constitución se concrete, no
sólo en leyes sino en formas jurídicas distintas, en especial, en reglamentos e
incluso en actos jurídicos individuales. El contenido de la Constitución puede,
en efecto, hacer inútil una ley, como sucede cuando una ley es formulada de tal
manera que no hay necesidad de un reglamento para que pueda ser aplicada
mediante actos administrativos o jurisdiccionales individuales.
La
Constitución puede disponer, por ejemplo, que en condiciones perfectamente
determinadas, las normas generales podrán ser dadas, no por el voto del
Parlamento, sino por actos del Ejecutivo. Estas normas generales son los Reglamentos
de Necesidad que de este modo se encuentran en el mismo. nivel que
las leyes y tienen la misma fuerza que ellas, las reemplazan y las modifican, y
están inmediatamente subordinadas a la Constitución - a diferencia de los
simples reglamentos complementarios -. Por tanto, estos reglamentos pueden ser,
como las leyes, inmediatamente inconstitucionales y contra ellos así como contra las leyes
inconstitucionales, deben dirigirse las garantías de la Constitución.
Nada se opone, tampoco, a que
las normas sean puestas en la forma constitucional y que no solamente contengan
principios, direcciones y límites al contenido de las leyes futuras y no
puedan, consecuentemente ser concretadas por medio de leyes sino que, por el
contrario, regulen una materia en forma tan completa que sean inmediatamente
aplicables a los casos concretos a través de actos jurisdiccionales e, incluso,
administrativos. Esto sucede cuando la Constitución - en ese sentido amplio -
determina la manera como son designados ciertos órganos ejecutivos supremos:
jefe de Estado, ministros, Cortes Supremas, etc., de tal modo que estos órganos
pueden ser creados sin la intervención de una regla de detalle - ley o
reglamento - que complete la Constitución, sino que basta con aplicar
inmediatamente la propia Constitución.
Esta materia aparece
efectivamente incluida en la noción corriente de Constitución (se entiende
tradicionalmente por Constitución - en sentido material - no solamente las
reglas relativas a los órganos y a lo procedimientos de la legislación, sino
también las reglas que tratan de los órganos ejecutivos supremos y además, la
determinación de las relaciones fundamentales entre el Estado y sus súbditos) -
por lo que se designa simplemente el catálogo de derechos fundamentales, esto
es, si se quiere expresar de una manera jurídicamente correcta, ciertos
principios sobre el contenido de las leyes. La práctica de los Estados modernos
corresponde a esta noción y sus Constituciones presentan, en general, estas
tres partes.
Si tal es el caso, entonces no
son solamente las normas generales -leyes o reglamentos - las que se encuentran
inmediatamente subordinadas a la Constitución sino, además, ciertos actos
individuales que pueden, por tanto, ser inmediatamente inconstitucionales. El
número de actos individuales que se encuentran subordinados a la Constitución
de modo inmediato puede, naturalmente, ser aumentado a voluntad; es suficiente
con revestir con la forma constitucional, en razón de cualesquiera motivos
políticos, las norma jurídicas directamente aplicables a los casos concretos,
por ejemplo, votar las leyes sobre las asociaciones o la Iglesias como leyes
constitucionales.
Aunque una garantía de la
regularidad de los actos de ejecución de esas leyes tenga, en la forma, el
carácter de una garantía de la Constitución, es evidente que aquí, por el hecho
de que la noción de Constitución ha sido llevada más allá de su dominio
originario y, por así decir, natural - el que resulta de la teoría de la
estructura jerárquica del Derecho - la garantía específica de la Constitución,
de la cual se va a proceder a estudiar la organización técnica - la justicia
constitucional - no se presenta, puesto que el carácter individual del acto
inconstitucional daría lugar a un evidente concurso de la justicia
constitucional con la justicia administrativa, sistema de medidas destinadas a
garantizar la legalidad de la ejecución, y particularmente, de la
administración.
6.-
Todos los casos hasta aquí considerados han sido, exclusivamente, actos
inmediatamente subordinados a la Constitución y, en consecuencia, de
inconstitucionalidad inmediata. De estos actos se distinguen claramente
aquellos que no se encuentran inmediatamente subordinados a la Constitución y
que por lo tanto no pueden ser sino mediatamente inconstitucionales.
Cuando la Constitución impone
expresamente el principio de la legalidad de la ejecución (Vollziehung)
en general y de los reglamentos en especial, esta legalidad significa al mismo tiempo
- de manera indirecta - constitucionalidad y viceversa. Señalemos aquí, en
particular, puesto que se trata de normas generales, al reglamento
complementario, en que el interés de asegurar su legalidad puede ser incluido,
por razones que se examinarán más adelante, entre las funciones de la justicia
constitucional.
Por otro lado es necesario
subrayar que la inconstitucionalidad directa no siempre puede distinguirse
netamente de la inconstitucionalidad indirecta, porque entre estos dos tipos
pueden insertarse ciertas normas mixtas o intermedias. Así sucede, por ejemplo,
cuando la Constitución autoriza inmediatamente, directamente, a todas las
autoridades administrativas o a algunas de ellas, a dictar reglamentos dentro
de los límites de su competencia y a asegurar la ejecución de las leyes que
deben aplicar. Estas autoridades obtienen su poder reglamentario inmediatamente
de la propia Constitución. Pero aquello que deben ordenar, es decir, el
contenido de sus reglamentos, está determinado por las leyes que se encuentran
entre éstos y la Constitución. Los reglamentos complementarios se distinguen
con toda claridad, en virtud del grado de proximidad a la Constitución, del
otro tipo de reglamento a los cuales se ha hecho precedentemente alusión, esos
que derogan las leyes o las reemplazan, que están inmediatamente subordinados a
la Constitución y no pueden ser, por tanto ilegales, sino únicamente
inconstitucionales.
Otro caso similar se presenta
cuando la Constitución señala principios relativos al contenido de
las leyes, verbigracia, en un catálogo de derechos fundamentales. Los actos
administrativos hechos en aplicación de estas leyes pueden ser
inconstitucionales, en un sentido distinto del que tiene todo acto administrativo
ilegal.Así, por ejemplo, si la Constitución dispone que la expropiación no
puede tener lugar sino mediante plena y completa indemnización y si, en un caso
concreto, se procede a una expropiación sobre la base de una ley perfectamente
constitucional - que señala también el principio de plena indemnización - pero
en contradicción con sus disposiciones - esto es, sin indemnización -, entonces
el acto administrativo no es ¡legal, pero es indirectamente inconstitucional en
el sentido habitual, pues no va únicamente contra la ley y contra el principio
constitucional general de la legalidad de la ejecución, sino, además, contra un
princ¡pio especial expresamente señalado por la Constitución - a saber, que
toda expropiación debe ser acompañada de una plena y entera indemnización-
excediendo, así, el límite específico que la Constitución impone a la
legislación. Con base en esto se comprende que contra los actos ilegales de
esta naturaleza se pone en movimiento una institución que sirve a la garantía
de la Constitución.
El principio constitucional de
la legalidad de la ejecución no solo significa que todo acto de ejecución debe
ser conforme a la ley sino también y esencialmente, que no puede haber actos de
ejecución más que sobre la base de una ley, es decir, autorizado por una ley.
Por consiguiente, si una autoridad estatal - tribunal o agente administrativo -
realiza este acto no es, propiamente hablando, ilegal en ausencia de una ley
que permita apreciar su legalidad, sino “sin ley”, y como tal, inmediatamente
inconstitucional.
Poco importa que este acto
“sin ley” no se refiera a ninguna ley o que la mención de una ley sea puramente
ficticia, como sería el caso, por ejemplo, en que la administración expropiara
un inmueble urbano invocando una ley que autoriza la expropiación de inmuebles
rurales en virtud de una reforma agraria. Por muy claro que este caso se
distinga del anteriormente examinado de una expropiación ilegal por no estar
acompañada de indemnización, no hay que encubrir el hecho que, en general, el
límite entre actos “sin ley” y por tanto inmediatamente inconstitucionales, y
los actos ilegales, afectados de una inconstitucionalidad simplemente mediata,
no es perfectamente nítido.
7.- Al lado de las
leyes, de ciertos reglamentos y actos individuales de ejecución que presentan
los caracteres anteriormente indicados, es necesario considerar, como otra
forma jurídica inmediatamente subordinada a la Constitución, los tratados
internacionales. Las Constituciones contienen, en general, prescripciones sobre
su conclusión, autorizando al jefe del Estado a celebrarlos, acordando al
Parlamento el derecho de aprobarlos, exigiendo para su validez interna su
transformación en leyes, etc. Los principios constitucionales sobre el
contenido de las leyes valen igualmente para los tratados internacionales, o al
menos, podrían valer para ello, pues es concebible que el Derecho pos¡tivo los
exceptuara de estas disposiciones.
Los tratados internacionales
deben ser interpretados de modo que tengan con la Constitución exactamente la
misma relación que la Constitución guarda con las leyes. Ellos pueden, así, ser
inmediatamente inconstitucionales, ya sea formalmente, en razón de su
confección, ya sea materialmente, en razón de su contenido. Poco importa, por
último, que el tratado tenga un carácter general o individual.
No obstante lo anterior, el
lugar de un tratado internacional en el edificio del ordenamiento jurídico no
se deja determinar perfectamente de manera unívoca. No se le puede interpretar
como una norma inmediatamente subordinada a la Constitución y determinada por
ella más que suponiendo que la Constitución es el nivel supremo del ordenamiento
jurídico, es decir, interpretando esta relación desde el punto de vista de la primacía
del Derecho interno.
Si
uno se eleva por encima de este punto de vista y parte de la idea de la
superioridad del Derecho Internacional sobre los diferentes órdenes estatales,
esto es, si uno se coloca aceptando la primacía del ordenamiento jurídico
internacional, entonces el tratado internacional aparece como un orden jurídico
superior a los Estados contratantes, creado de conformidad a una norma del
Derecho de Gentes, por un órgano propio de la comunidad internacional formado
por los representantes de estos Estados. En cuanto a la determinación de los
miembros de este órgano (jefes de Estado, ministros de relaciones exteriores,
Parlamentos, etc.) el Derecho Internacional delega este poder en los diferentes
órdenes estatales o en su Constitución.
Desde
este punto de vista, el tratado tiene frente a la ley, e incluso frente a la
Constitución, una cierta preeminencia, puesto que él puede derogar una ley
ordinaria o constitucional en tanto que lo contrario es imposible. Según las
reglas del Derecho Internacional, un tratado no puede perder su fuerza
obligatoria sino en virtud de otro tratado, o de otros hechos determinados por
él, pero no por un acto unilateral de una de las partes contratantes,
especialmente, una ley. Si una ley, incluso una ley constitucional, contradice
un tratado, ella es irregular, esto es, contraria al Derecho Internacional; va
inmediatamente contra el tratado, y mediatamente contra el principio pacta
sunt servanda.
Naturalmente otros actos
estatales además de las leyes pueden ser contrarios al Derecho Internacional ya
sea que violen, mediata o inmediatamente, el principio del respeto a las
convenciones o a otras reglas del Derecho Internacional general. Si, por
ejemplo, se admitiera la existencia de una norma de Derecho Internacional según
la cual los extranjeros no podrían ser expropiados más que mediante plena y completa
indemnización, entonces toda ley constitucional, toda ley ordinaria, todo acto
administrativo estatal, toda sentencia que decidiera la expropiación sin
indemnización a un extranjero, serían contrarios al Derecho Internacional.
Debemos subrayar, por otro lado, que el Derecho Internacional no declara por sí
mismo la nulidad de los actos estatales que le son contrarios. No se ha
elaborado todavía un procedimiento mediante el cual estos actos irregulares
pudieran ser anulados por un tribunal internacional. Así pues, estos actos se
conservan válidos si es que no son anulados a través de un procedimiento
estatal. El Derecho Internacional no tiene, en última instancia, más sanción
que la guerra, sanción que no hace desaparecer el acto que es
contrario a sus normas. Esto último no impide que el Derecho Internacional, si
se supone su primacía, pueda constituir una medida de la regularidad de todas
las normas estatales, comprendiendo a la más alta entre ellas, la Constitución.
III. LAS GARANTÍAS DE LA REGULARIDAD
8.-
Habiendo suficientemente explicado la noción de Constitución y, por tanto, la
naturaleza de la constitucionalidad y de la inconstitucionalidad, se puede
ahora abordar la cuestión de las garantías necesarias para la protección de la
Constitución.
Estas
garantías constituyen los medios generales que la técnica jurídica moderna ha
desarrollado con relación a la regularidad de los actos estatales en general.
Las garantías son preventivas o represivas, personales u objetivas.
A) Las garantías preventivas tienden
a prevenir la realización de actos irregulares. Las garantías represivas
reaccionan contra el acto irregular una vez realizado, tienden a impedir la
reincidencia en el futuro, a reparar el daño que se ha causado, a hacerlo
desaparecer y eventualmente, a reemplazarlo por un acto regular.
Los
dos elementos pueden naturalmente, estar unidos en una sola y misma medida de
garantía.
Entre
las posibles garantías puramente preventivas debe ser considerada, ante todo,
la organización en forma de tribunal de la autoridad que crea el Derecho, es
decir, garantizando la independencia del órgano - por ejemplo, por medio de la
inamovilidad -, independencia que consiste en que no se puede ser jurídicamente
obligado, en el ejercicio de sus funciones, por ninguna norma individual
(orden) de otro órgano y, en especial, de un órgano superior o perteneciente a
otro grupo de autoridades. No está ligado, por consecuencia, más que a las
normas generales, esencialmente a las leyes y a los reglamentos legales. El
poder acordado al tribunal de controlar las leyes y los reglamentos es otra
cuestión.
La idea todavía muy aceptada
de que solo la regularidad de la jurisdicción puede ser garantizada de esta
manera - organizada en forma de tribunal -, reposa en la errónea hipótesis que sostiene
que entre la jurisdicción y la administración existe, desde el punto de vista
jurídico, es decir, de la teoría o de la técnica jurídica, una diferencia de
esencia. Ahora bien, precisamente desde el punto de vista de su relación con
las normas de niveles superiores - relación decisiva para el postulado de la
regularidad del ejercicio de la función - no se puede percibir ninguna
diferencia entre administración y jurisdicción, ni tampoco entre ejecución y
legislación. La distinción entre jurisdicción y administración res¡de
exclusivamente en la forma de organización de los tribunales. Prueba de esto es
la institución de la jurisdicción administrativa, que consiste en que los actos
administrativos, es decir, los actos que son normalmente llevados a cabo por
autoridades administrativas, son realizados por tribunales, o en que la
regularidad de los actos de las autoridades administrativas se encuentra
encomendada a un tribunal, y tales actos pueden ser, en consecuencia, anulados
en caso de que sean reconocidos como irregulares y, eventualmente, ser incluso
reformados, es decir, remplazados por un acto regular.
La oposición
tradicional entre jurisdicción y administración, el dualismo del aparato de
autoridades estatales de ejecución,
fundado sobre esta distinción, no
puede explicarse más que históricamente, distinción que se encuentra llamada a
desaparecer, si los síntomas no son
erróneos, pues ya se manifiesta una tendencia a la unificación de este aparato.
No es pues sino históricamente que puede explicarse por qué se ve en la
independencia de un órgano, en relación con los órdenes de otro, una garantía
en el ejercicio regular de sus funciones.
La organización en forma de
tribunal del órgano de creación del Derecho es, no solo la garantía preventiva
más característica de la regularidad de los actos sino, incluso, la primera del
grupo de garantías que llamamos personales. Las otras son la responsabilidad
penal y la responsabilidad disciplinaria, así como la responsabilidad civil del
órgano que ha realizado un acto irregular.
B) Las garantías objetivas,
que tienen al mismo tiempo un carácter represivo acentuado, son la nulidad o
anulabilidad del acto irregular.
La nulidad significa que un
acto que pretende ser acto jurídico y, en especial un acto estatal, no es tal
objetivamente porque es irregular, es decir, no responde a las condiciones que prescribe una norma jurídica de grado
superior. Al acto nulo le falta de antemano el carácter de jurídico, de manera
que no es necesario para retirarle su cualidad usurpada de acto jurídico, otro
acto jurídico. Por el contrario, si un nuevo acto fuera necesario se estará en
presencia no de una nulidad, sino de una anulabilidad.
Tanto las autoridades públicas
como los particulares, tienen el derecho de examinar, en todas las
circunstancias, la regularidad del acto nulo, de declararlo irregular y
tratarlo, en consecuencia, como inválido y no obligatorio. Es solo porque el
Derecho positivo limita este poder de examinar todo acto que pretende tener
carácter de acto jurídico y de decidir sobre su regularidad - reservándolo a
condiciones precisas y a ciertas instancias determinadas -, que un acto
alcanzado de un vicio jurídico cualquiera puede no ser considerado a
priori como nulo sino solamente como anulable. A falta de semejante
limitación, todo acto jurídico tocado de un vicio deberá ser considerado nulo,
esto es, como si no fuera un acto jurídico.
De
hecho, los derechos positivos contienen restricciones muy grandes al poder de
tratar como nulo los actos irregulares, poder que, en principio, pertenece por
derecho a todos. Habitualmente los actos de los particulares y los actos de las
autoridades son tratados de manera diferente. En general se constata una cierta
tendencia a tratar los actos de las autoridades públicas, aun los irregulares,
como válidos y obligatorios hasta que otro acto de autoridad los haga
desaparecer. La cuestión de la regularidad o de la irregularidad de los actos
de las autoridades no debe ser decidido, sin más, por el particular o por el
órgano estatal al que se dirigen dichos actos con la orden de ser obedecidos,
sino por la autoridad misma que ha realizado el acto cuya regularidad es
discutida o por otra autoridad cuya decisión es provocada mediante un
determinado procedimiento.
Este principio aceptado, en una
menor o mayor medida, por los diferentes Derechos y que puede calificarse como
el principio de la autolegitimación (Selbstlegitimation)
de los actos de las autoridades públicas, comporta ciertos límites. El Derecho
positivo no puede siempre decidir que todo acto que se presenta como acto de
una autoridad pública deba, sin distinción, ser considerado como tal hasta que
sea anulado por su irregularidad por un acto de otra autoridad. Sería
evidentemente absurdo, por ejemplo, exigir un semejante procedimiento para la
anulación de un acto establecido por un individuo que no tiene de ninguna
manera la calidad de autoridad pública. Pero por otro lado, tampoco es posible
considerar a priori como nulo todo acto realizado
por una autoridad incompetente o compuesta en forma irregular o, todavía,
mediante un procedimiento irregular.
El
problema de la nulidad absoluta, tan difícil teórica y técnicamente, no
interesa sin embargo, a la cuestión de las garantías de la
Constitución sino en tanto que es necesario afirmar que la nulidad - que nunca
puede ser excluida del Derecho positivo - es tomada en consideración para los
actos inmediatamente subordinados a la Constitución y que, consiguientemente,
la nulidad de estos actos es, también, en cierto sentido, una garantía de la
Constitución.
Ni
los particulares ni las autoridades públicas deben considerar como ley a todo
acto que se intitule así. Entre ellos puede haber, indiscutiblemente, actos que
no tienen de leyes más que la apariencia. Pero no puede definirse por una fórmula
teórica general el límite que separa el acto nulo a priori
que es una pseudo ley, de un acto legislativo viciado, pero válido, es decir,
de una ley inconstitucional.
Solo el Derecho positivo
podría encargarse de esta tarea.Sin embargo, generalmente no lo hace, o al
menos, no conscientemente ni de manera precisa. Muy frecuentemente el Derecho
positivo deja el cuidado de responder a esta cuestión a la autoridad llamada a
decidir cuando un individuo - particular u órgano estatal - rehúsa obedecer el
acto considerado, invocando que se trata de una pseudo ley. Pero con ello, el
acto en cuestión ha salido de la esfera de la nulidad absoluta para entrar en
la de la simple anulabilidad; puesto que en la decisión de la autoridad en que
se estima que un acto - al que se ha desobedecido - no era un acto jurídico, no
puede verse sino su anulación con cierto efecto retroactivo.
Lo mismo ocurre cuando el
Derecho positivo establece un mínimo de condiciones que deben ser reunidas para
que el acto jurídico no sea nulo a priori;
por ejemplo, cuando la Constitución decide que todo lo que se encuentra
publicado bajo el título de ley en el Diario Oficial(Bulletin
des lois) debe valer como ley cualquiera que puedan ser sus otras
irregularidades, mientras no haya sido anulada por una instancia calificada
para hacerlo. Pues es siempre, al fin de cuentas, una autoridad pública quien
debe declarar de manera auténtica si las condiciones mínimas son o no llenadas,
sin lo cual cada quien podría dispensarse de obedecer las leyes alegando
simplemente que no son tales.
Desde el punto de vista del
Derecho positivo, la situación en que se encuentra aquél a quien se dirige un
acto con la pretensión de ser obedecido es, sin excepción, la siguiente: él
puede, si considera el acto nulo, desobedecerlo, pero obrando siempre por su
cuenta y riesgo; es decir, el destinatario corre el peligro de que, enjuiciado
por desobediencia, la autoridad que conozca del caso no considere el acto como
nulo o declare que cumple con las condiciones mínimas impuestas por el Derecho
positivo para su validez, haciendo reserva de su anulabilidad ulterior.
En
caso contrario, la decisión de la autoridad significa la casación del acto,
decisión que opera con efecto retroactivo hasta el momento en que fue realizado
el acto. Esta interpretación se impone porque la decisión es el resultado de un
procedimiento que tiene por objeto la nulidad del acto - que es, en principio,
simplemente afirmada por el interesado - y que, por tanto, la nulidad no puede
ser considerada, de ninguna manera, como adquirida antes de la terminación del
procedimiento, pudiendo éste conducir a una decisión en que se la niegue;
porque la decisión debe necesariamente tener un carácter constitutivo, incluso
si, conforme a su texto, se declara que el acto era nulo.
Desde el punto de vista del
Derecho positivo, esto es, de la autoridad que decide sobre el susodicho acto
nulo, no existe más que anulabilidad, y en este sentido es que puede
presentarse la nulidad como un caso límite de la anulabilidad, una anulación
con efecto retroactivo.
La anulabilidad del acto
irregular significa la posiblidad de hacerlo desaparecer con sus consecuencias
jurídicas. La anulación contiene, a decir verdad, diversos grados, en cuanto a
su alcance así como en cuanto a su efecto en el tiempo.
Desde el primero de estos
puntos de vista, la anulación puede - es una primera solución - limitarse a un
caso concreto. Cuando se trata de un acto individual esto se sobreentiende,
pero no sucede así cuando se trata de una norma general. La anulación de una
norma general se mantiene limitada al caso concreto cuando las autoridades - tribunales
o autoridades administrativas - que deberían aplicar la norma pueden o deben
rehusar a aplicarla a un caso concreto cuando la consideran irregular, pudiendo
resolver, en consecuencia como si la norma no estuviera en vigor; pero, por lo
demás, esta norma se mantiene en vigor y debe ser aplicada en otros casos por otras
autoridades, cuando éstas no tienen el
poder de decidir sobre el particular o teniéndolo, la consideran regular.
La autoridad llamada a aplicar
la norma general, que puede retirarle su validez para un caso concreto cuando
ha reconocido su irregularidad, tiene el poder de anularla - puesto que hacer
desaparecer la validez de una norma y anularla son una sola y misma cosa -, pero la anulación es simplemente
parcial, limitada al caso concreto. Tal es la situación de los tribunales - no
de las autoridades administrativas - frente a los reglamentos según numerosas
Constituciones modernas. Pero frente a las leyes, por regla general, están
lejos de poseer tan amplios poderes de control. Lo más frecuente es que los
tribunales no puedan examinar la regularidad de las leyes, es decir, la
constitucionalidad de las leyes en todos los aspectos, sino únicamente
verificar la regularidad de la publicación de la ley, no pudiendo, por tanto,
rehusar su aplicación en un caso concreto más que a consecuencia de una
irregularidad cometida en su publicación.
Las
imperfecciones y la insuficiencia de una anulación limitada a ese caso concreto
son evidentes. Sobre todo la falta de unidad de las soluciones y la inseguridad
jurídica que conllevan y que desagradablemente se hacen sentir cuando un
tribunal se abstiene de aplicar un reglamento o, incluso, una ley por irregulares,
mientras que otro tribunal hace lo contrario, prohibiéndose a las autoridades
administrativas, cuando son llamadas a intervenir, a rehusar su aplicación. La
centralización del poder para examinar la regularidad de las normas generales,
se justifica ciertamente en todos los aspectos. Pero si se resuelve en confiar
este control a una autoridad única, entonces es posible abandonar la limitación
de la anulación para el caso concreto en favor del sistema de la anulación
total, es decir, para todos los casos en que la norma hubiera tenido que ser
aplicada. Se entiende que un poder tan considerable no puede ser confiado sino
a -una instancia central suprema.
En cuanto a su alcance en el
tiempo, la anulación puede limitarse al futuro o por el contrario extenderse igualmente
al pasado, es decir, con o sin efecto retroactivo. Naturalmente que esta
diferencia no tiene sentido más que para los actos que tienen consecuencias
jurídicas duraderas, esto es, se refieren, pues, ante todo, a la anulación de
normas generales. El ideal de la seguridad jurídica exige que en general, no se
atribuya efecto alguno a la anulación de una norma general irregular más que pro
futuro, es decir, a partir de la anulación. Inclusive, es necesario pensar en
la pos¡bilidad de no permitir la entrada en vigor de la anulación sino hasta la
expiración de un cierto plazo. Así como puede haber razones válidas para hacer
preceder la entrada en vigor de una norma general - ley o reglamento, por
ejemplo - de una vacatio legis;
asimismo podría haberlas para no dejar sin vigencia una norma general anulada
sino hasta la expiración de un cierto plazo a partir de la sentencia de
anulación.
Sin embargo, ciertas
circunstancias pueden hacer necesaria una anulación retroactiva. No hay que
pensar únicamente en el caso extremo, precedentemente considerado, de una
retroactividad ilimitada, en donde la anulación del acto equivale a su nulidad
cuando el acto irregular debe ser reconocido - según la aplicación soberana de
la autoridad competente para anularla o en virtud de la exigencia del Derecho
positivo de un número de condiciones para su validez - como si fuera pura y
simplemente un pseudo acto jurídico. Es necesario pensar en un efecto
retroactivo excepcional, limitado a ciertos tipos de actos o a una cierta
categoría de casos.
Para la organización técnica
de la anulación de un acto, es igualmente de gran importancia saber si la
anulación podrá ser declarada por el mismo órgano que ha realizado el acto o si
la anulación será confiada a otro. Son, sobre todo, consideraciones de
prestigio las que conducen a la adopción del primero de los procedimientos. Se
quiere evitar que se menoscabe la autoridad del órgano que ha creado la norma
irregular y que es considerado como órgano supremo, o que al menos actúa bajo
el control y la responsabilidad de un órgano supremo -particularmente si se
trata de una norma general - al autorizar a otro órgano a anular sus actos,
colocándose así por encima de aquél, cuando es justamente aquél el que debía
ser considerado como supremo.
No es solamente la “soberanía”
del órgano que ha realizado el acto irregular sino, además, el dogma de la
separación de poderes lo que se trae a discusión para evitar que la anulación
de los actos de una autoridad sea hecha por otra autoridad. Así sucede, por ejemplo,
cuando se trata de actos de autoridades administrativas supremas en que la
instancia facultada a anularlos, en un caso dado, debiera, entonces,
encontrarse fuera de la organización administrativa y tener, tanto por su
función como por su organización, el carácter de autoridad jurisdiccional
independiente, es decir, de tribunal.
Tomando en cuenta el carácter
más que problemático de la distinción entre jurisdicción y administración, la
invocación de la separación de poderes tiene en este caso tan poco valor como
la de la “soberanía” del órgano. Los dos argumentos juegan, por otro lado, un
papel particular en la cuestión de las garantías de la Constitución. Bajo el
pretexto de que la soberanía del órgano que hace un acto irregular o de que la
separación de poderes debe ser respetada, se abandona, en ocasiones, la
anulación del acto irregular a la discreción de este mismo órgano, no
concediendo a los interesados más que el derecho de hacer una demanda de
anulación desprovista de fuerza obligatoria, simples “quejas”, o bien existe un
procedimiento regular que debe conducir a la abrogación del acto irregular por
su autor. Sin embargo la demanda que da comienzo al procedimiento no obliga a
la autoridad más que a iniciarlo pero no a resolverlo de cierto modo; es decir,
con la anulación del acto impugnado. Esta anulación queda pues en el poder
discrecional, aunque legalmente vinculado, del mismo órgano que ha realizado el
acto irregular y al cual no controla ningún órgano superior. Por otro lado,
sería necesario considerar un tercer sistema que constituya una transición del
segundo tipo ya indicado: la cuestión de la regularidad del acto es decidida
por otra autoridad, pero su anulación es reservada al órgano que la realiza.
Este órgano, sin embargo puede estar obligado jurídicamente por la decisión del
otro órgano a anular el acto reconocido irregular, y la ejecución de esta
obligación puede, incluso, estar sujeta a un plazo. Pero aun esta variante no
ofrece una garantía suficiente, por lo que es inútil desarrollarla al detalle.
Esta
garantía no existe sino cuando la anulación del acto irregular es pronunciado
inmediatamente por un órgano completamente diferente e independiente de aquél
que ha realizado el acto irregular. Si se atiende a la división tradicional de las
funciones estatales en legislación, jurisdicción y administración así como a la
tradicional división del aparato estatal en tres grupos de órganos - un aparato
legislativo, un aparato jurisdiccional y un aparato administrativo -, entonces
se debe distinguir entre el caso en que la anulación de un acto irregular se
mantiene al interior del mismo aparato de autoridades - por ejemplo cuando los
actos administrativos o las sentencias irregulares son anulados por un nuevo
acto administrativo o por una nueva sentencia, es decir, por un acto de una
autoridad que pertenece al mismo grupo de órganos, autoridad administrativa
superior en un caso, autoridad judicial superior en el otro - y el caso en que
la autoridad que anula pertenece a otro grupo de órganos. El recurso jerárquico
pertenece al primer tipo; la justicia administrativa es un ejemplo del segundo.
Es un rasgo característico de los sistemas jurídicos modernos que la
regularidad de los actos jurisdiccionales se encuentre garantizada, casi sin
excepción, por medios del primer tipo. En efecto, en la sola independencia de
los tribunales se ve una garantía suficiente de la regularidad de sus actos.
La anulación del acto
irregular plantea la cuestión de su reemplazo por un acto regular. Al respecto
es necesario distinguir dos posibilidades técnicas: la autoridad competente
puede tener también el poder de sustituir el acto anulado por un acto regular,
es decir, tiene el poder no solo de anular sino además el de reformar. Pero la
confección del acto regular puede igualmente dejarse a la autoridad cuyo acto
irregular ha sido anulado. Si la autoridad se encuentra ligada a la solución de
Derecho que la instancia de anulación ha formulado en su fallo, por ejemplo
bajo la forma de motivos, su independencia sufre una restricción, lo que
tratándose de la anulación de un juicio no es de pasar por alto para la
apreciación de la independencia de los jueces como garantía específica de la
regularidad de la ejecución.
IV. LAS
GARANTÍAS DE LA CONSTITUCIONALIDAD
Entre
las medidas técnicas anteriormente indicadas, que tienen por objeto garantizar
la regularidad de las funciones estatales, la anulación del acto
inconstitucional es la que representa la garantía principal y más eficaz de la
Constitución. Sin embargo, esto no significa que no pueda pensarse en otros
medios de asegurar la regularidad de los actos que le están subordinados.
Ciertamente que la garantía
preventiva personal - la organización del órgano que actúa como tribunal -
está, de antemano fuera de consideración. La legislación, de la que aquí se
trata principalmente, no puede ser confiada a un tribunal; no tanto a causa de
la diversidad de las funciones legislativa y jurisdiccional sino, realmente, en
razón de que la organización del órgano legislativo está esencialmente dominada
por otros puntos de vista distintos al de la constitucionalidad de su
funcionamiento. Es la gran antítesis de la democracia y de la autocracia la que
aquí decide.
Por el contrario, las
garantías represivas - la responsabilidad constitucional y la responsabilidad
civil de los órganos que realizan actos irregulares -, son perfectamente
posibles. Ciertamente que en lo que toca a la legislación, no se trata de la
responsabilidad del Parlamento como tal, o de sus miembros: el órgano colegiado
no es - por diferentes razones - un sujeto apropiado de responsabilidad penal o
civil. Sin embargo, los individuos asociados a la legislación - jefe de Estado,
ministros - pueden estar sujetos a responsabilidad por la inconstitucionalidad
de las leyes, sobre todo cuando la Constitución dispone que éstos asumen por la
promulgación o por su refrendo la responsabilidad de la constitucionalidad del
procedimiento legislativo. De hecho, la institución de la responsabilidad
ministerial, característica de las Constituciones modernas, sirve también para
asegurar la constitucionalidad de las leyes; y se sobreentiende que esta
responsabilidad personal del órgano puede ser empleada igualmente para
garantizar la legalidad de los reglamentos y, también, en particular, de la regularidad
de los actos individuales inmediatamente subordinados a la Constitución.
Sobre este último punto, se
puede pensar también especialmente en la responsabilidad pecuniaria por los
daños causados por los actos irregulares. Pero, como quiera que sea, la
responsabilidad ministerial - la historia constitucional lo prueba - no es en
sí misma un medio muy eficaz; igualmente, las otras garantías personales son
también insuficientes puesto que no atacan la fuerza obligatoria del acto
irregular y, en particular, la de la ley, inconstitucional. Es,
incluso, difícil tomando en cuenta este estado de cosas, que la Constitución se
encuentre garantizada; ella no lo está verdaderamente sino cuando la anulación
de los actos inconstitucionales es posible.
1.- La
jurisdicción constitucional
9.-
No existe hipótesis de garantía de la regularidad en la que se pueda estar
tentado de confiar la anulación de los actos irregulares al propio órgano que
los ha realizado, que la de la garantía de la Constitución. Y, ciertamente, en
ningún caso este procedimiento estaría más contraindicado; puesto que la única
forma en la que se podría ver, en una cierta medida, una garantía eficaz de la
constitucionalidad -declaración de la irregularidad por un tercer órgano y
obligación del órgano autor del acto irregular de anularlo - es aquí
impracticable, porque el Parlamento no puede, por su propia naturaleza, ser
obligado de manera eficaz. Sería ingenuidad política contar con que el
Parlamento anularía una ley votada por él en razón de que otra instancia la
hubiera declarado inconstitucional. El órgano legislativo se considera en la
realidad como un libre creador del Derecho y no como un órgano de aplicación
del Derecho vinculado a la Constitución, no obstante que lo está, teóricamente,
bien que en una medida relativamente reducida.
No
es pues el Parlamento mismo con quien se puede contar para realizar su
subordinación a la Constitución. Es un órgano diferente a él, independiente de
él, y por consiguiente, también de cualquier otra autoridad estatal, al que es
necesario encargar la anulación de los actos inconstitucionales - esto es, a
una jurisdicción o Tribunal Constitucional -.
A este sistema se dirigen,
habitualmente, ciertas objeciones. La primera es, naturalmente, que tal
institución sería incompatible con la soberanía del Parlamento. Pero - abstracción
hecha de que no puede hablarse de la soberanía de un órgano estatal particular,
pues la soberanía pertenece a todo el ordenamiento estatal - este argumento se
desploma solo por el hecho de que debe reconocerse que la Constitución regula,
en definitiva, el procedimiento legislativo exactamente de la misma manera en
que las leyes regulan el procedimiento de los tribunales y el de las
autoridades administrativas; que la legislación se encuentra subordinada a la
Constitución absolutamente, de la misma forma en que la jurisdicción y la
administración lo están a la legislación, y, por tanto, que el postulado de la
constitucionalidad de las leyes es, teórica como técnicamente, idéntica, por
completo, al postulado de la legalidad de la jurisdicción y de la
administración.
Si, contrariamente a estos
puntos de vista, se continúa afirmando la incompatibilidad de la justicia
constitucional con la soberanía del legislador, es simplemente para disimular
el deseo del poder político, expresado en el órgano legislativo, de no dejarse
limitar - en contradicción patente con el Derecho positivo - por las normas de
la Constitución. Pero, si por razones de oportunidad se aprueba esta tendencia,
no existe argumento jurídico que la pueda autorizar.
No sucede así con la segunda
objeción que se deriva del principio de separación de poderes. Cierto que la
anulación de un acto legislativo por un órgano distinto al órgano legislativo
constituye una invasión al “poder legislativo”, como se dice habitualmente.
Pero el carácter problemático de esta argumentación se ve más claramente si se
considera que el órgano al que se confía la anulación de las leyes
inconstitucionales, no ejerce, propiamente, una verdadera función jurisdiccional,
aun cuando tenga - por la independencia de sus miembros - la organización de
tribunal. Por más que se las pueda distinguir, la diferencia entre la función
jurisdiccional y la función legislativa, consiste, ante todo, en que ésta crea
normas jurídicas generales, en tanto que la otra, no crea sino normas
individuales[2].
Ahora
bien, anular una ley equivale a crear una norma general, puesto que la
anulación de una ley tiene el mismo carácter de generalidad que su confección.
No siendo, por así decirlo, más que una confección con signo negativo, la
anulación de una ley es, entonces, una función legislativa y el tribunal que
tiene el poder de anular las leyes es, por consiguiente, un órgano del Poder Legislativo.
Se podría, por tanto, interpretar la anulación de las leyes por un tribunal ya
sea, como una distribución del Poder Legislativo entre dos órganos, o bien,
como una invasión del Poder Legislativo. Ahora bien, en este caso, no se habla,
generalmente, de una violación al principio de la separación de los poderes,
como sucede cuando en las Constituciones de las monarquías constitucionales, la
legislación se encuentra confiada, en principio, al Parlamento conjuntamente
con el monarca, aunque en ciertas hipótesis excepcionales el monarca tiene,
conjuntamente con sus ministros, el derecho de dictar ordenanzas que derogan a
las leyes. Nos llevaría muy lejos examinar aquí los motivos políticos que
dieron origen a toda esta doctrina de la separación de poderes, aunque ésta sea
la única manera de hacer aparecer el verdadero sentido de este principio: la
función de equilibrio de las fuerzas políticas en la monarquía constitucional.
Si se quiere mantener este
principio en la República democrática, de entre sus diferentes significaciones,
sólo puede ser tomada en cuenta, razonablemente, aquella que, en lugar de una
separación de poderes, indica una división de los mismos, es decir, indica un
reparto del poder entre diferentes órganos, no tanto para aislarlos
recíprocamente, sino para permitir un control recíproco de los unos sobre los
otros. Y ello, no únicamente para impedirles la concentración de un poder
excesivo en las manos de un solo órgano - concentración que sería peligrosa
para la democracia - sino además, para garantizar la regularidad del
funcionamiento de los diferentes órganos. Pero, entonces, la institución de la
justicia constitucional no está de ninguna manera en contradicción con el
principio de la separación, sino, por el contrario, es una afirmación de éste.
La cuestión de saber sí el
órgano llamado a anular las leyes inconstitucionales puede ser un tribunal se
encuentra, por tanto, fuera de discusión. Su independencia frente al Parlamento
como frente al Gobierno es un postulado evidente; puesto que son, precisamente,
el Parlamento y el Gobierno, los que deben estar, en tanto que órganos
participantes del procedimiento legislativo, controlados por la jurisdicción
constitucional.
Habría
lugar, cuando más, a examinar si el hecho de considerar la anulación de las
leyes como una función legislativa no acarrearía ciertas consecuencias
particulares, relativas a la composición y al nombramiento de esta instancia.
Pero, en real¡dad, no ocurre así ya que todas las consideraciones políticas que
dominan la cuestión de la formación del órgano legislativo, no son tomadas en
cuenta, propiamente, cuando se trata de la anulación de las leyes.
Es
aquí donde aparece la distinción entre la confección y la simple anulación de
las leyes. La anulación de una ley se produce esencialmente en aplicación de
las normas de la Constitución. La libre creación que caracteriza a la
legislación prácticamente no se presenta en la anulación. En tanto que el
legislador no está vinculado a la Constitución más que con relación al
procedimiento y solamente de manera excepcional en cuanto al contenido de las
leyes que debe dictar - y ello, únicamente, por principios o direcciones
generales -, la actividad del legislador negativo, o sea, la actividad de la
jurisdicción constitucional, por el contrario, está absolutamente determinada
por la Constitución. Es precisamente por ello que su función se asemeja a la de
cualquier otro tribunal en general, y constituye principalmente aplicación del
Derecho y, solamente en una débil medida, creación del Derecho; su función es,
por tanto, verdaderamente jurisdiccional. Son, pues, los mismos principios
esenciales los que se toman en consideración tanto para su constitución como
para la organización de los tribunales o los órganos ejecutivos.
A este respecto no se puede
proponer una solución uniforme para todas las Constituciones posibles. La
organización de la jurisdicción constitucional deberá modelarse sobre las
particularidades de cada una de ellas. He aquí, sin embargo algunas
consideraciones de alcance y valor generales. El número de miembros no deberá
ser muy elevado, y considerando que es sobre cuestiones de Derecho a que está
llamada a pronunciarse, la jurisdicción constitucional cumple una misión
puramente jurídica de interpretación de la Constitución. Entre los modos de
designación particularmente típicos, no se podría pregonar sin reservas ni la
simple elección por el Parlamento ni el nombramiento exclusivo por el jefe de
Estado o por el Gobierno. Posiblemente se les podría combinar, haciendo, por
ejemplo, elegir los jueces al Parlamento a propuesta del Gobierno, quien podría
designar varios candidatos para cada puesto, o inversamente.
Es de gran importancia
otorgar, en la composición de la jurisdicción constitucional, un lugar adecuado
a los juristas de profesión. Se podría llegar a esto concediendo, por ejemplo,
a las Facultades de Derecho de un país o a una comisión común de todas ellas el
derecho a proponer candidatos, al menos para una parte de los puestos. Se podría,
asimismo, acordar al propio Tribunal el derecho a proponer aspirantes para cada
puesto vacante o de proveerlo por elección, es decir, por cooptación. El Tribunal
tiene, en efecto, el más grande interés en reforzar su autoridad llamando a su
seno a especialistas eminentes.
Es igualmente importante
excluir de la jurisdicción constitucional a los miembros del Parlamento o del
Gobierno, puesto que son precisamente sus actos los que deben ser controlados.
Es muy difícil, pero sería deseable, alejar de la jurisprudencia de la
jurisdicción constitucional toda influencia política. No se puede negar que los
especialistas pueden -consciente o inconscientemente - dejarse determinar por
consideraciones políticas. Si este peligro es particularmente grande es
preferible aceptar, más que una influencia oculta y por tanto incontrolable de
los partidos políticos, su participación legítima en la formación del Tribunal,
por ejemplo, haciendo proveer una parte de los puestos por el Parlamento por
vía de elección, teniendo en cuenta la fuerza relativa de los partidos. Si los
otros puestos son entregados a especialistas, estos pueden tener mucho más en
cuenta las consideraciones puramente técnicas, puesto que su conciencia
política se encuentra descargada por la colaboración de los miembros llamados a
la defensa de los intereses propiamente políticos.
2.- El
objeto del control jurisdiccional de constitucionalidad
10.
I. Son las leyes atacadas de inconstitucionalidad las que forman el principal
objeto de la justicia constitucional.
Por leyes es necesario
entender los actos así denominados de los órganos legislativos, esto es, en las
democracias modernas, de los Parlamentos centrales o - tratándose de un Estado
Federal - locales.
Deben ser sometidos al control
de la jurisdicción constitucional todos los actos que presenten forma de leyes,
aun si solo contienen normas individuales, por ejemplo, el presupuesto, o todos
los otros actos que la doctrina tradicional se inclina - por una razón u otra -
a considerar, no obstante su forma de ley, como simples actos administrativos.
El control de su regularidad no puede ser confiado a ninguna instancia más que
a la jurisdicción constitucional. Pero, igualmente, la constitucionalidad de
otros actos del Parlamento que tienen, de acuerdo con la Constitución carácter
obligatorio, sin revestir necesariamente la forma de leyes - no siendo exigida
su publicación en el Diario Oficial(Bulletin des Lois) -
como, por ejemplo, el reglamento del Parlamento o el voto del presupuesto
(suponiendo naturalmente que no deba efectuarse en forma de ley) y otros actos
parecidos deben poder ser verificados por la jurisdicción constitucional.
Igualmente, todos los actos
que pretenden valer como leyes, pero que no lo son en razón de la falta de una
condición esencial cualquiera -suponiendo naturalmente que no se encuentren
afectados de nulidad absoluta, caso en que no podrían ser el objeto de un
procedimiento de control - así como los actos que no pretenden ser leyes, pero
que hubieran debido serlo según la Constitución y que - con el fin de
sustraerlas al control de constitucionalidad - han sido inconstitucionalmente
revestidas de una u otra forma: votadas por el Parlamento como simples
resoluciones no publicables o publicadas como simples reglamentos.
En caso de que la jurisdicción
constitucional no tuviera que controlar, por ejemplo, más que la constitucionalidad
de las leyes, y que el Gobierno no pudiera obtener el voto de una ley, entonces
regularía por vía de reglamento una materia que, de acuerdo con la
Constitución, no puede serlo sino por vía legislativa.Asi este reglamento que
tendría inconstitucionalmente rango de ley debería poder ser atacado ante la
jurisdicción constitucional. Estos ejemplos no son imaginarios: se ha visto en
Austria al Parlamento de un Estado miembro de la Federación tratar de regular
una materia por vía de simple resolución no publicable porque sabía que una ley
hubiera sido anulada por la jurisdicción constitucional. Si se quiere impedir
que el control jurisdiccional no se desvíe, tales actos deben ser competencia
de esta jurisdicción. Y este principio debe aplicarse por analogía a todos los
otros objetos del control de la constitucionalidad.
11.
II. La competencia de la jurisdicción constitucional no debe limitarse al
control de la constitucionalidad de las leyes. Debe extenderse, primeramente, a
los reglamentos que tienen fuerza de ley, actos inmediatamente subordinados a
la Constitución y cuya regularidad consiste exclusivamente - ya se ha indicado -
en su constitucionalidad. Entre estos reglamentos se encuentran,
principalmente, los Reglamentos de Necesidad. El control de su
constitucionalidad es bastante importante pues toda violación de la
Constitución significa, a este respecto, una alteración a la línea que divide
la esfera del Gobierno y la del Parlamento, tan importante políticamente.
Mientras más estrictas son las condiciones en que la Constitución los autoriza,
más grande es el peligro de una aplicación inconstitucional de estas
disposiciones, y tanto más necesario un control jurisdiccional de su
regularidad. La experiencia enseña, en efecto, que donde quiera que la Constitución
autoriza estos Reglamentos de Necesidad, su constitucionalidad es siempre, con
o sin razón, apasionadamente discutida. Es muy importante que exista, para
decidir los litigios, una instancia suprema cuya objetividad se encuentre fuera
de discusión, sobre todo - porque las circunstancias lo exigen - si intervienen
en ámbitos importantes.
El
control de la constitucionalidad de los reglamentos derogatorios de leyes, por
parte de la jurisdicción constitucional, no acarrea dificultades en la medida
en que estos reglamentos tienen, en la jerarquía de los fenómenos jurídicos, el
mismo rango que las leyes y son, en ocasiones, llamados leyes o reglamentos con
fuerza de ley. Pero podría atribuirse, igualmente, a la jurisdicción
constitucional el control de la inconstitucionalidad de los simples reglamentos
complementarios. Cierto, estos reglamentos no son - ya lo hemos dicho - actos
inmediatamente subordinados a la Constitución; por tanto su irregularidad
consiste inmediatamente en su ilegalidad y sólo de manera mediata en su
inconstitucionalidad. Si, no obstante lo anterior, proponemos extender a ellos
la competencia de la jurisdicción constitucional, no es en consideración a la
relatividad - precedentemente señalada - de la oposición entre
constitucionalidad directa e inconstitucionalidad indirecta, sino tomando en
cuenta, más que nada, la frontera natural entre los actos jurídicos generales y
los actos jurídicos individuales.
En efecto, el punto esencial
en la determinación de la competencia de la justicia constitucional consiste en
delimitarla de manera adecuada, sobre todo, en relación con la justicia
administrativa que existe en la mayor parte de los Estados. Desde un punto de
vista puramente teórico, se podría fundar la separación de estas dos competencias
en la noción de garantía de la Constitución atribuyendo a la jurisdicción
constitucional el conocimiento de la regularidad de todos los actos
inmediatamente subordinados a la Constitución. Se incluirían entonces en su
competencia, indubitablemente, asuntos que entran, actualmente, en muchos
Estados, en la competencia de los tribunales administrativos, por ejemplo, los
litigios relativos a la regularidad de los actos administrativos individuales
inmediatamente subordinados a la Constitución. Por otra parte, su competencia
no se extendería al control de ciertos actos jurídicos que en la actualidad no
pertenecen, en general, a la justicia administrativa, principalmente los
reglamentos.
Ahora bien, es la jurisdicción
constitucional, ciertamente, la instancia más calificada para declarar la
anulación de los reglamentos ilegales. Y no solamente porque su competencia no
concurre con la competencia actualmente reconocida - en general - a los
tribunales administrativos, limitada en principio, a la anulación de los actos
administrativos individuales, sino, en particular, porque entre el control de
la constitucionalidad de las leyes y el control de la legalidad de los
reglamentos existe una íntima afinidad por el hecho de su carácter general.
Dos puntos de vista concurren,
pues, en la determinación de la competencia de la jurisdicción constitucional:
de una parte, la noción pura de garantía de la Constitución, que conduciría a
incorporar en ella el control de todos los actos inmediatamente subordinados a
la Constitución y sólo ellos. Por otro lado, la oposición entre actos generales
y actos individuales, que incorporaría al control de la jurisdicción
constitucional las leyes y los reglamentos. Es necesario, haciendo a un lado
todo prejuicio doctrinal, combinar estos dos principios según las necesidades
de la Constitución así considerada.
12.
III. Si se incluyen los reglamentos en el ámbito de la justicia constitucional,
se pueden encontrar ciertas dificultades relativas a su delimitación exacta, en
razón de que existen ciertas categorías de normas generales que no se dejan
distinguir fácilmente de los reglamentos, principalmente aquellas normas
generales que son creadas en la esfera de la autonomía municipal, sea por vía
de resolución de los concejos municipales, sea por el municipio, o incluso,
aquellas que están contenidas en actos jurídicos que no devienen obligatorios
sino mediante la aprobación de una autoridad pública (por ejemplo, tarifas de
compañías de ferrocarriles, estatutos de sociedades por acciones, convenciones
colectivas de trabajo, etc.).
En efecto, entre las normas
generales de Derecho que emanan de una autoridad exclusivamente administrativa,
esto es, el reglamento stricto sensu,
y los actos jurídicos generales de Derecho privado, son posibles una gran cantidad
de grados intermedios. Toda línea divisoria entre ellos será, pues, siempre,
más o menos arbitraria. Bajo esta reserva, se puede recomendar que se someta al
control de la jurisdicción constitucional solo las normas generales que emanen
exclusivamente de autoridades públicas, trátese de autoridades centrales o
locales, de autoridades estatales en sentido estricto, o autoridades
provinciales o municipales. Ya que el municipio - él también - no es sino un
miembro del Estado y sus órganos, órganos estatales descentralizados.
13.
IV. Como lo habíamos indicado precedentemente, los tratados internacionales
deben ser también considerados - desde el punto de vista de la primacía del
ordenamiento estatal - como actos inmediatamente subordinados a la Constitución.
Ellos tienen normalmente el carácter de normas generales. Si se considera que
debe instituirse un control de su regularidad, puede pensarse seriamente en
confiarlo a la jurisdicción constitucional. Jurídicamente nada se opone a que
la Constitución de un Estado le atribuya esta competencia con el poder de
anular los tratados que juzgue inconstitucionales. Se podría invocar en favor
de esta extensión de la competencia de la justicia constitucional argumentos no
desdeñables. Siendo una fuente de Derecho equivalente a la ley, el tratado
internacional podría derogar las leyes; es pues, del más alto interés político
que el tratado internacional esté conforme con la Constitución y respete,
particularmente, aquellas reglas que determinan el contenido de las leyes y de
los tratados. Ninguna regla de Derecho Internacional se opone a este control de
los tratados.
Si,
como debe admitirse, el Derecho Internacional autoriza a los Estados a
determinar en su Constitución a los órganos que pueden concluir válidamente
tratados, es decir, celebrarlos de modo que obliguen a las partes contratantes,
no es contrario al Derecho Internacional crear una institución que garantice la
aplicación de las normas que él autoriza. No podría invocarse la regla según la
cual los tratados no pueden ser abrogados unilateralmente por uno de los
Estados contratantes, pues esta regla supone, evidentemente, que el tratado
haya sido celebrado válidamente. Un Estado que quiere celebrar un tratado con
otro Estado debe informarse de su Constitución. El Estado contratante no debe
depender más que de sí mismo, tanto cuando trata con un órgano incompetente de
otro Estado, así como cuando el tratado celebrado está en contradicción, en
cualquier punto, con la Constitución de su co-contratante, resultando el tratado
nulo o anulable. Pero aun si se admitiera, por un lado, que el Derecho Internacional
determina inmediatamente en la persona del jefe del Estado al órgano estatal
competente para la celebración de tratados y, además, la existencia de una
regla del Derecho Internacional según la cual los Estados no estuvieran
obligados a aceptar un control de la regularidad de los tratados que celebren
con los Estados extranjeros ni su anulación total o parcial por una autoridad
de esos Estados, las disposiciones contrarias de la Constitución no serían por
ella menos válidas. La anulación del tratado constituiría simplemente, desde el
punto de vista del Derecho Internacional, una violación que podría sancionarse
con la guerra.
Es una cuestión diferente - política
y no jurídica - saber si el interés que tienen los Estados para celebrar
tratados permite exponerlos al riesgo de una anulación por parte de la
jurisdicción constitucional. Si se hace el balance de los intereses de política
interior que hablan en favor de la extensión de la justicia constitucional a
los tratados internacionales, y de los intereses de política exterior que
hablan en sentido contrario, es posible que estos últimos puedan prevalecer.
Desde el punto de vista de los intereses de la comunidad internacional sería
deseable, indiscutiblemente, atribuir el control de la regularidad de los
tratados internacionales, así como el conocimiento de los litigios que puede
acarrear su aplicación, a una instancia internacional excluyendo toda
jurisdicción estatal, por unilateral. Pero esto es una cuestión ajena al objeto
de este estudio y es una solución que el desarrollo técnico del Derecho Internacional
actual no permite considerar como posible.
14.V.
¿En qué medida pues, puede comprenderse en la justicia constitucional el
control de los actos jurídicos individuales? La cuestión no se aplica a los
actos de los tribunales. En efecto, el solo hecho de que un acto jurídico es
realizado por un tribunal es una garantía suficiente de su regularidad. Que
esta regularidad consista inmediatamente o mediatamente en una
constitucionalidad no es motivo suficiente para sustraer estos actos de las
jurisdicciones de Derecho común y atribuir su conocimiento a un Tribunal
Constitucional especial.
Tampoco los actos individuales
realizados por las autoridades administrativas deben estar, si se encuentran
inmediatamente subordinados a la Constitución, sometidos al control del Tribunal
Constitucional, sino, en principio, al de los tribunales administrativos. Esto,
ante todo, por el interés de una delimitación clara de sus respectivas
competencias a fin de evitar conflictos de atribuciones y dobles competencias
que pueden fácilmente presentarse, en razón del carácter relativo de la
oposición entre constitucionalidad directa y constitucionalidad indirecta. Se
dejaría entontes, a la jurisdicción constitucional, únicamente el control de
los actos jurídicos individuales que son realizados por el Parlamento, ya sea
que revistan la forma de ley o la de un tratado internacional, pero es en tanto
que leyes o reglamentos que estos actos entran bajo su competencia.
Se podría, sin embargo,
extender la competencia de la jurisdicción constitucional a los actos
individuales, aunque no estén revestidos de la forma de las leyes o la de los
tratados que no estuvieran inmediatamente subordinados a la Constitución,
siempre y cuando estos actos tengan el carácter de obligatorios, porque sin
esto toda posibilidad de controlar su regularidad desaparecería. Sin duda no se
podría tratar sino de un número muy limitado de actos. Se podría, naturalmente,
dar a la jurisdicción constitucional, por razones de prestigio o por otras
razones, el control de ciertos actos individuales del jefe de Estado o del
Gobierno - suponiendo que se desea, de manera general, someterlos a un control
jurídico -. En fin, señalamos que puede ser oportuno, llegado el caso, hacer
del Tribunal Constitucional una Alta Corte de Justicia encargada de juzgar a
los ministros sometidos a responsabilidad, un tribunal central de conflictos, o
un tribunal investido de otras facultades, con el objeto de evitarse las
jurisdicciones especiales. En efecto, es preferible, de una manera general,
reducir lo más posible el número de autoridades supremas encargadas de decir el
Derecho.
15. VI. Parece obvio que el Tribunal
Constitucional no puede conocer sino las normas todavía en vigor al momento en
que dicta su resolución. ¿Por qué anular una norma que ha dejado de estar en
vigor? Observando con atención esta cuestión se advierte, sin embargo, que es
posible aplicar el control de constitucionalidad a normas ya abrogadas. En
efecto, si una norma general - en este sentido sólo las normas generales pueden
ser tomadas en cuenta - abroga otra norma general sin efecto retroactivo, las
autoridades deberán continuar aplicando la norma abrogada para todos los hechos
realizados mientras se encontraba aun en vigor. Si se quiere evitar esta
aplicación en razón de la inconstitucionalidad de la norma abrogada - se supone
que no ha sido el Tribunal Constitucional el que la ha anulado -, es necesario
que esta inconstitucional¡dad se establezca de manera auténtica y que le sea
retirado a la norma el resto de vigor que conservaba. Pero esto supone una
sentencia del Tribunal Constitucional.
La anulación de una norma
inconstitucional por la jurisdicción constitucional - nos seguimos refiriendo
principalmente a las normas generales - no es rigurosamente necesaria más que
si esta ley es más reciente que la Constitución. Si se trata de una ley
anterior a la Constitución y en contradicción con ella, ésta la deroga en
virtud del principio de la lex posterior;
parece pues superfluo, e incluso, lógicamente imposible anularla. Ello
significa que los tribunales y las autoridades administrativas deberán - salvo
limitación de este poder por el Derecho positivo - verificar la existencia de
una contradicción entre la Constitución y la ley anterior y decidir de
conformidad a los resultados de este examen. La situación, en particular la de
las autoridades administrativas, difiere enteramente en este punto a la que le
es habitual en relación con las leyes.
Esto tiene una importancia muy
particular en un período de revisiones constitucionales, sobre todo si estas
revisiones son tan fundamentales como las que han tenido lugar en numerosos
Estados a consecuencia de la Gran Guerra. La mayor parte de las Constituciones
de los Estados nuevos han “recibido”, por ejemplo, el antiguo Derecho material
- Derecho Civil, Derecho Penal, Derecho Administrativo - que estaba en vigor en
su territorio, siempre que no estén en contradicción con su nueva Constitución.
Ahora bien, estas leyes, siendo en general muy antiguas y hechas bajo el
imperio de muy diferentes Constituciones, se encontraban frecuentemente en
contradicción con las disposiciones de la Constitución - naturalmente, no en lo
relativo al modo de elaboración de las leyes, sino, en gran medida, en relación
con su contenido -.
Si
la Constitución dispone, por ejemplo, que no puede darse ningún privilegio sobre
la base del sexo, y se interpreta esta disposición como válida únicamente para
las leyes posteriores, pero no para las leyes anteriores o para las leves
“recibidas” por la Constitución, y si se debe admitir que la Constitución
deroga inmediatamente a las leyes anteriores, sin necesidad de leyes especiales
de revisión, la cuestión de la incompatibilidad de estas leyes antiguas con la
Constitución puede ser jurídicamente muy difícil de resolver y, políticamente,
muy importante. Puede parecer malo abandonar la decisión de estos problemas a
las múltiples autoridades encargadas de la aplicación de las leyes, cuyas
opiniones sobre el particular serían, posiblemente, muy vacilantes.
Vale pues preguntarse si no
cabría retirar a estas autoridades el examen de la compatibilidad con la
Constitución de las leyes anteriores que la Constitución no ha abrogado
expresamente, y confiarlo al Tribunal Constitucional central, lo que
equivaldría a retirarle a la Constitución nueva la fuerza derogatoria frente a
las leyes anteriores que ella no ha anulado expresamente, sustituyéndola por el
poder de anulación del Tribunal Constitucional.
3.- El
criterio del control jurisdiccional de constitucionalidad
¿Cuál
será el criterio que aplicará la jurisdicción constitucional en el ejercicio de
su control? ¿Qué reglas deberá seguir como base de sus decisiones? La respuesta
a esta cuestión depende, en gran parte, del objeto del control. Es evidente que
para los actos inmediatamente subordinados a la Constitución, es su
constitucionalidad, y para los actos que no le están más que mediatamente
subordinados, es su legalidad la que debe ser controlada, o más generalmente,
es la conformidad de un acto a las normas de grado superior lo que debe ser
verificado. Es igualmente evidente que el control debe comprender el
procedimiento según el cual ha sido elaborado el acto, así como su contenido,
si las normas de grado superior contienen disposiciones sobre el particular.
Dos puntos deben, sin embargo,
ser examinados con mayor atención.
16.-
En primer lugar, ¿pueden ser utilizadas las normas del Derecho Internacional
como criterio del control? Puede suceder que uno de los actos cuya regularidad
se encuentra sometido al control esté en contradicción, no con una ley o con la
Constitución, sino con un tratado internacional o con una regla del Derecho Internacional
general. Una ley ordinaria que contradiga a un tratado internacional anterior
es igualmente irregular con respecto a la Constitución, pues, autorizando a
ciertos órganos a celebrar tratados internacionales, la Constitución hace de
los tratados un modo de formación de la voluntad estatal, excluyéndolos así -de
conformidad a la noción de tratado que ha hecho suya- de la abrogación o de la
modificación por una ley ordinaria. Una ley contraria a un tratado es por
consiguiente - cuando menos de manera indirecta -, inconstitucional. Pero para
poder afirmar que aun una ley constitucional (Verfassungsgesetz)
violatoria de un tratado es irregular, es necesario situarse en un punto de
vista superior al de la Constitución, esto es, desde el punto de vista de la primacía
del orden jurídico internacional, pues solo este punto de vista hace aparecer
al tratado internacional como un orden parcial superior al de los Estados
contratantes y por ello se da la posibilidad de que los actos estatales, en
particular, las leyes, reglamentos, etc., sometidos al control de la
jurisdicción constitucional, violen no solamente las reglas particulares de un
tratado internacional y, por tanto, indirectamente el principio del respeto a
los tratados, sino además otros principios del Derecho Internacional general.
¿Debe permitirse al Tribunal
Constitucional anular los actos estatales, sometidos a su control, por
contrariar el Derecho Internacional?
En contra de la anulación de
las leyes ordinarias - o de los actos equivalentes o subordinados a estas leyes
- contrarias a los tratados, no se puede hacer ninguna objeción seria. En
efecto, esta competencia se encontraría, absolutamente, en el dominio de la
Constitución, que es también - no hay que olvidarlo - el ámbito de la justicia
constitucional. Tampoco puede hacerse ninguna objeción seria en contra de la
anulación de las leyes y de los actos equivalentes o inferiores a la ley por violación
a una norma de Derecho Internacional general, suponiendo que la Constitución
reconozca expresamente estas normas generales, es decir, que las integre en el
orden estatal, bajo la denominación de normas “generalmente reconocidas” del
Derecho Internacional, como lo han hecho ciertas Constituciones recientes. En
efecto, en este caso es voluntad de la Constitución que esas normas sean
también respetadas por el legislador.
Así pues, tenemos que asimilar
por completo las leyes contrarias al Derecho Internacional a las leyes
inconstitucionales. La solución es la misma, ya sea que esas normas hayan sido
“recibidas” por la Constitución con el rango de leyes constitucionales o no.
Pues, en uno y en otro caso, su “recepción” significa que estas leyes no pueden
ser excluidas por una ley ordinaria. Esta “recepción” solemne debe traducir la
voluntad de asegurar el respeto al Derecho Internacional y es a la solución
contraria a la que se llegaría si, no obstante esta “recepción”, toda ley
ordinaria pudiera violar el Derecho Internacional sin que en ello se vea, desde
el punto de vista de la Constitución que la contiene, una irregularidad.
Pero sucede de modo diferente
cuando la Constitución no contiene este reconocimiento al Derecho Internacional
general, o si la contiene, cuando se trata de leyes constitucionales contrarias
al Derecho Internacional, sea Derecho internacional general, sea, incluso,
convencional. Puesto que para la jurisdicción constitucional, órgano estatal,
la validez de las normas internacionales que él debe aplicar para el control de
los actos estatales depende de su recepción por parte de la Constitución, es decir,
es la Constitución quien las pone en vigor para el dominio interno del Estado,
la propia Constitución que ha creado el Tribunal Constitucional y que podría,
en cualquier momento, suprimirlo.
Por muy deseable que fuera ver
que todas las Constituciones recibieran - siguiendo el ejemplo de las
Constituciones alemana y austriaca - las reglas del Derecho Internacional
general, de manera que permitan su aplicación por un Tribunal Constitucional
estatal, es necesario, no obstante, reconocer que a falta de este
reconocimiento, nada autorizaría jurídicamente al Tribunal Constitucional a
declarar una ley contraria al Derecho Internacional. Pero si eso sucediese, la
competencia del Tribunal Constitucional se detiene ante una ley de revisión de
la Constitución. Cierto que, de hecho, es posible que una jurisdicción
constitucional aplique las reglas del Derecho Internacional aún en estas dos
hipótesis. Pero en este caso, la jurisdicción constitucional ejercería una
función que ya no encontraría su justificación jurídica en el cuadro del ordenamiento
estatal. Una ley constitucional no puede atribuir esta competencia al Tribunal
Constitucional. Un Tribunal Constitucional que anulara una ley constitucional o
incluso, a pesar de la no recepción de las reglas del Derecho Internacional,
una ley ordinaria, por violación a las reglas del Derecho Internacional, no
podría jurídicamente seguir siendo considerado como un órgano del Estado cuya
Constitución lo ha creado, sino como el órgano de una comunidad jurídica superior
a este Estado.Y además solo por sus intenciones, porque la Constitución de la
comunidad jurídica internacional no contiene ninguna norma que faculte a un
órgano estatal a aplicar las normas del Derecho Internacional general.
17.-
Si la aplicación de las normas del Derecho Internacional por el Tribunal
Constitucional se encuentra sometida a las limitaciones que se acaban de
indicar, la aplicación de normas distintas a las normas jurídicas - las normas
“supra-positivas” - debe ser considerada radicalmente excluida. Se afirma, en
ocasiones, que existen por encima de la Constitución de todo Estado ciertas
reglas de Derecho Natural que deberían ser respetadas, también, por las
autoridades estatales encargadas de la aplicación del Derecho. Si se trata de
principios caracterizados en la Constitución o en cualquier otro grado del
ordenamiento jurídico y que se deducen del contenido del Derecho positivo por
vía de abstracción, sería algo bastante inofensivo formularlos como reglas de
Derecho independiente. Sin embargo, estos principios solo pueden ser aplicados
con las normas jurídicas en las cuales son incorporados y solamente en ellas.
Pero, si se trata de principios que no han sido traducidos en normas de Derecho
positivo, sino que debieran serlo solo porque son justos - si bien que los
protagonistas de estos principios lo tienen ya, de manera más o menos clara,
como Derecho -, entonces se trata simplemente de postulados que no son
jurídicamente obligatorios, que no expresan, en realidad, sino los intereses de
ciertos grupos, dirigidos a ciertos órganos encargados de la creación del
Derecho y no únicamente al legislador, cuyo poder para realizarlos es casi
ilimitado, sino, también a los órganos subordinados que no tienen este poder
más que en medida tan reducida que su función comporta una mayor parte de
aplicación del Derecho. Sin embargo, la jurisdicción y la administración lo
tienen en la misma medida cuando conservan un poder discrecional, es decir,
cuando tienen que escoger entre varias interpretaciones igualmente posibles.
Precisamente, en el hecho de
que la consideración o la realización de estos principios - a los cuales no se
ha podido hasta ahora, a pesar de todos los esfuerzos intentados en este
sentido, dar una determinación muy poco unívoca - no tienen y no pueden tener,
en el proceso de creación del Derecho, por las razones antes indicadas, el
carácter de una aplicación del Derecho en sentido técnico, se encuentra la
respuesta a la cuestión de saber si estos principios pueden ser aplicados por
una jurisdicción constitucional.
Y no es sino mera apariencia
cuando sucede de otro modo, cuando, como ocurre a veces, la misma Constitución
se refiere a estos principios invocando los ideales de equidad, de justicia, de
libertad, de igualdad, de moralidad, etc., sin precisar, absolutamente lo que
es necesario entender con ello. Si estas fórmulas no recubren nada más que
ideología política corriente, de la cual todo ordenamiento jurídico se esfuerza
por ataviarse, la apelación a la equidad, la libertad, la igualdad, la justicia,
la moralidad, etc., significa únicamente, a falta de una precisión de estos
valores, que el legislador, así como los órganos de ejecución de la ley, están
autorizados a llenar, discrecionalmente, el ámbito que les es dejado por la
Constitución y la ley.
Las concepciones de la
justicia, de la libertad, de la igualdad, de la moralidad, etc., difieren de
tal manera según el punto de vista de los interesados, que si el Derecho
positivo no consagra alguna de entre ellas, toda regla de Derecho puede ser
justificada por una de las tantas concepciones posibles. Pero en todo caso la apelación
de los valores en cuestión no significa, y no puede significar, que cuando el
Derecho positivo sea contrario a su concepción personal de libertad, de
igualdad, etc., pudiera dispensarse a los órganos de creación del Derecho su
aplicación. Las fórmulas en cuestión, no tienen, de manera general, una gran
significación. Ellas no agregan nada al estado real del Derecho.
Es precisamente en el dominio
de la justicia constitucional en que estas fórmulas pueden jugar un papel
extremadamente peligroso. Se podría interpretar que las disposiciones de la
Constitución invitan al legislador a conformarse a la justicia, a la equidad, a
la igualdad, a la libertad, a la moralidad, etc., como directivas relativas al
contenido de las leyes. Evidentemente por error, puesto que solo sería así
cuando la Constitución fijara una dirección precisa, es decir cuando la misma
Constitución indicara un criterio objetivo cualquiera. Sin embargo, el límite
entre estas disposiciones y las disposiciones tradicionales sobre el contenido
de las leyes que se encuentran en las Declaraciones de Derechos individuales,
se borrará fácilmente, y no es, por tanto, imposible que un Tribunal
Constitucional, llamado a decidir sobre la constitucionalidad de una ley, la
anule en razón de que es injusta, siendo la justicia un principio
constitucional que él debe, en consecuencia, aplicar. Pero el poder del Tribunal
sería tal que devendría insoportable. La concepción de la justicia de la
mayoría de los jueces de este tribunal podría estar en oposición completa con
la concepción de la mayoría de la población y, por tanto, con la de la mayoría
del Parlamento que ha votado la ley. Es obvio que la Constitución no ha
querido, al emplear una palabra tan imprecisa y equívoca como la de justicia, o
cualquiera otra parecida, hacer depender la suerte de toda ley votada por el
Parlamento de la buena voluntad de un colegiado de jueces compuesto de una
manera más o menos arbitraria desde el punto de vista político, como lo sería
el Tribunal Constitucional. Para evitar un semejante desplazamiento del poder -
que la Constitución no quiere y que políticamente, es completamente
contraindicado - del Parlamento a una instancia que le es extraña y que puede
convertirse en el representante de fuerzas políticas diametralmente distintas
de las que se expresan en el Parlamento, la Constitución debe, sobre todo si
ella crea un Tribunal Constitucional, abstenerse de ese género de fraseología
y, si quiere establecer principios relativos al contenido de las leyes, deberá
formularlos de una manera tan precisa como sea posible.
4.- El
resultado del control jurisdiccional de constitucionalidad
18. a) De nuestras anteriores
explicaciones se deduce que si se quiere que la Constitución sea efectivamente
garantizada, es necesario, que el acto sometido al control del Tribunal
Constitucional sea directamente anulado en su sentencia, en caso de que lo
considere irregular. Esta sentencia debe tener, aun cuando se refiera a normas
generales - este es precisamente el caso principal -, fuerza anulatoria.
b) Teniendo en cuenta la
extrema importancia que posee la anulación de una norma general, y en
particular de una ley, podría preguntarse si no sería conveniente autorizar al
Tribunal Constitucional a no anular un acto por vicio de forma, es decir, por
irregularidad en el procedimiento, sino cuando este vicio es particularmente
importante, esencial. En tal caso, la apreciación de este carácter es mejor dejarlo
a la entera libertad del Tribunal, porque no es bueno que la Constitución misma
proceda, de manera general, a la difícil distinción entre vicios esenciales y
no esenciales.
c)
Es también conveniente examinar si no sería bueno, en interés de la seguridad
jurídica, que la anulación, en particular de las normas generales y
principalmente de las leyes y tratados internacionales, no procediera sino
dentro de un plazo fijado por la Constitución, por ejemplo, de tres a cinco
años a partir del momento de la entrada en vigor de la norma irregular, ya que
sería extremadamente lamentable tener que anular una ley, o aún peor, un
tratado por inconstitucionalidad, después de que ha estado en vigor durante
largos años sin haber sido cuestionados.
d)
En todo caso sería conveniente, en interés de la propia seguridad jurídica, no
atribuir, en principio, ningún efecto retroactivo a la anulación de normas
generales. Al menos dejar subsistir todos los actos jurídicos anteriormente
realizados con base a la norma en cuestión. Pero este interés no existe cuando
los hechos anteriores a la anulación no han sido todavía objeto - al momento en
que la anulación se produce - de ninguna decisión de autoridad pública, los
cuales, si se evitara todo efecto retroactivo a la resolución de anulación,
deberían ser juzgados - en virtud de que la norma general es anulada pro
futuro, esto es, para los hechos posteriores a la anulación - de acuerdo con
la norma anulada. A continuación mostramos que esta retroactividad limitada es,
incluso, necesaria en una cierta organización del procedimiento de control de
la constitucionalidad.
Si una norma general es
anulada sin efecto retroactivo, o al menos, con el efecto retroactivo limitado
que se acaba de indicar y si, por tanto, las consecuencias jurídicas que ha
producido antes de su anulación subsisten, al menos aquellas que se manifiestan
en su aplicación por las autoridades, no se altera en nada los efectos tenidos
a su entrada en vigor en relación con las normas que regulaban hasta entonces
el mismo objeto, es decir, en relación con la abrogación de las normas que le
eran contrarias según el principio de lex posterior derogat
priori. Esto significa, por ejemplo, que la anulación de una ley por el Tribunal
Constitucional no acarrea, absolutamente, el reestablecimiento de la situación
jurídica existente antes de la entrada en vigor de la ley anulada: la anulación
no hace revivir la antigua ley referida al mismo objeto y que la ley anulada
abrogó. De la anulación resulta, por así decirlo, una esfera vacía de derecho.
Una materia que hasta entonces se encontraba regulada, deja de serlo, las
obligaciones jurídicas desaparecen, la libertad jurídica les sucede.
En ocasiones esta situación
puede producir muy lamentables consecuencias. Sobre todo si la ley no ha sido
anulada en razón de su contenido, sino sólo en razón de un vicio en la forma
producido durante su elaboración, y en particular, si la confección de una ley
que regula el mismo objeto requiere de un tiempo bastante considerable. Para
remediar este inconveniente es bueno prever la posibilidad de diferir los
efectos de la anulación hasta la expiración de un cierto término contado a
partir de su publicación.
Se puede, al respecto, pensar
en otro medio: facultar al Tribunal Constitucional a establecer -conjuntamente
con la resolución que anula la norma general- que las normas generales que
regían la materia con anterioridad a la ley anulada vuelvan a entrar en vigor.
Sería entonces prudente dejar al propio Tribunal el cuidado de decidir en que
caso se puede hacer uso de este poder de restablecimiento de la anterior
situación jurídica. Sería lamentable que la Constitución hiciera de la
reaparición de este estado una regla general imperativa en el caso de la
anulación de normas generales.
Se debería, quizás, hacer la
excepción en el caso de que se anulara una ley que consistiera únicamente en la
abrogación de una ley hasta entonces en vigor; puesto que el solo efecto
posible sería la desaparición de la única consecuencia que ha tenido la ley - la
abrogación de la ley anterior -, es decir, la entrada en vigor de esta última.
Por otro lado, una disposición
general como la que se acaba de apuntar no podría ser tomada en consideración
sino suponiendo que la Constitución limitara la anulación de las normas
generales a un cierto plazo a partir de su entrada en vigor, de manera de
impedir la vuelta a la vigencia de normas jurídicas demasiado antiguas e
incompatibles con las nuevas condiciones.
El poder así conferido al Tribunal
Constitucional de poner positivamente en vigor las normas, acentuaría mucho el
carácter legislativo de su función, además de que solo comprendería a las
normas que hubieran sido puestas en vigor, anteriormente, por el legislador
regular.
e)
El dispositivo de la sentencia del Tribunal Constitucional será diferente según
se trate de un acto jurídico todavía en vigor -especialmente una norma general-
al momento en que se dicta el fallo como es el caso normal - o se trate de una
norma que ya haya sido abrogada para entonces, pero que debe todavía ser
aplicada a hechos anteriores. En el segundo caso, la resolución del Tribunal
Constitucional no tiene que anular, como lo hemos indicado con anterioridad,
más que un resto de validez; pero no deja de ser una sentencia constitutiva y
de anulación. La fórmula de la anulación podría entonces ser, en lugar de “la
ley es anulada”, “la ley era inconstitucional”.En consecuencia, se tiene que
evitar la aplicación de una ley declarada inconstitucional aun a los hechos
anteriores a la sentencia.
El dispositivo será idéntico
sin importar que la norma general examinada por el Tribunal Constitucional sea
posterior o anterior a la Constitución con la cual se encuentra en
contradicción. En uno o en otro caso, la sentencia pronunciará la anulación de la norma
inconstitucional.
f)
Es necesario señalar, en fin, que la anulación no debe aplicarse necesariamente
a la ley en su totalidad, o al reglamento en su totalidad, sino que puede
también limitarse a algunas de sus disposiciones, suponiendo naturalmente, que
las otras se mantengan, sin embargo, aplicables o que no vean su sentido
modificado de una manera inesperada. Corresponderá al Tribunal Constitucional
apreciar libremente si se quiere anular la ley o el reglamento en su totalidad
o solo de algunas de sus disposiciones.
5. El procedimiento
del control jurisdiccional de constitucionalidad
19.-
¿Cuáles deben ser los principios esenciales del procedimiento del control de
constitucionalidad?
a)
La cuestión del modo de iniciar el procedimiento ante el Tribunal
Constitucional tiene una importancia primordial: de la solución que se dé a
este problema depende principalmente la medida en la que el Tribunal
Constitucional pueda cumplir su misión de garante de la Constitución.
La más fuerte garantía
consistiría, ciertamente, en autorizar una actio popularis:
así, el Tribunal Constitucional estaría obligado a proceder al examen de la
regularidad de los actos sometidos a su jurisdicción, en especial las leyes y
los reglamentos, a solicitud de cualquier particular. Es de esta manera como el
interés político que existe en la eliminación de los actos irregulares
recibiría, indiscutiblemente la más radical satisfacción. No se puede, sin
embargo, recomendar esta solución porque entrañaría un peligro muy grande de
acciones temerarias y el riesgo de un insoportable congestionamiento de
procesos.
Entre varias soluciones
posibles, se pueden indicar las siguientes: autorizar y obligar a todas las
autoridades públicas que debiendo aplicar una norma tengan dudas sobre su
regularidad, a interrumpir el procedimiento en el caso concreto y a interponer
ante el Tribunal Constitucional una demanda razonada para el examen y anulación
eventual de la norma. Se podría, también, otorgar este poder exclusivamente a
ciertas autoridades superiores o supremas – magistrados y Cortes Supremas - o
incluso, restringidas únicamente a los tribunales, bien que la exclusión de la
administración no sea - tomando en cuenta el acercamiento creciente entre su
procedimiento y el de la jurisdicción - perfectamente justificable.
Si el Tribunal Constitucional
anulara la norma atacada - y solo en este caso - la autoridad demandante no
debería aplicarla al caso concreto que dio origen a su demanda, sino decidir
como si la norma - que es, de manera general, anulada pro
futuro - no hubiera estado en vigor cuando el caso se produjo. Este efecto
retroactivo de la anulación es una necesidad técnica, porque sin él, las
autoridades encargadas de la aplicación del Derecho no tendrían interés
inmediato ni suficientemente fuerte para provocar la intervención del Tribunal
Constitucional. Si esta intervención se produce exclusivamente, o
principalmente, a pedido de las autoridades judiciales y administrativas, es
necesario estimularlas a interponer estas demandas atribuyendo a la anulación,
en estos casos, un efecto retroactivo limitado.
Sería muy oportuno acercar un
poco el recurso de inconstitucionalidad interpuesto ante el Tribunal
Constitucional, a una actio popularis,
permitiendo a las partes de un proceso judicial o administrativo interponerlo
contra los actos de autoridades públicas -resoluciones judiciales o actos
administrativos - en razón de que, aunque inmediatamente regulares, estos actos
han sido realizados en ejecución de una norma irregular, ley inconstitucional o
reglamento ilegal. Aquí se trata no de un derecho de acción abierto
directamente a los particulares, sino de un medio indirecto de provocar la
intervención del Tribunal Constitucional: ya que supone que la autoridad
judicial o administrativa llamada a tomar una decisión se adherirá a la opinión
de la parte y presentará, en consecuencia, el pedido de anulación.
En los Estados federales, el
derecho de interposición del recurso de inconstitucionalidad debe ser acordado
a los gobiernos de los Estados-miembros contra los actos jurídicos de la
Federación, y al Gobierno Federal contra los actos de los Estados-miembros. El
control de la constitucionalidad en estos casos se refiere principalmente a la
aplicación de disposiciones de fondo, característico de las Constituciones de
Estados federales, en que se delimita la competencia respectiva de la
Federación y de los Estados-miembros.
Una institución completamente
novedosa, pero que merece la más seria consideración, sería la de un defensor
de la Constitución ante el Tribunal Constitucional que, a semejanza del Ministerio
Público en el procedimiento penal, iniciaría de oficio el procedimiento de
control de constitucionalidad respecto a los actos que estimara irregulares. Es
evidente que el titular de semejante función deberá estar revestido de todas
las garantías de independencia imaginables, tanto frente al Gobierno como
frente al Parlamento.
En lo que concierne
particularmente al recurso contra las leyes, sería extremadamente importante
otorgar a una minoría calificada del Parlamento el derecho a interponerlo. Y
tanto más importante, cuanto que la justicia constitucional, como lo habremos
de mostrar más adelante, debe necesariamente servir, en las democracias
parlamentarias, a la protección de las minorías.
Cabe
la posibilidad, en fin, de hacer que el Tribunal Constitucional
inicie de oficio el procedimiento de control contra una norma general de cuya
regularidad tiene sus dudas. Esto puede ocurrir no únicamente cuando, por
ejemplo, llamado a examinar la legalidad de un reglamento, el Tribunal se
encuentra con la inconstitucionalidad de la ley con la cual el reglamento está
en contradicción, sino también, en particular, cuando el Tribunal es llamado a
decidir sobre la regularidad de ciertos actos jurídicos individuales de los
cuales solo su legalidad es inmediatamente puesta en cuestión, no siéndolo su
constitucionalidad más que mediatamente. Entonces, el Tribunal - como lo harían
las autoridades calificadas para interponer recursos ante él -, interrumpirá el
procedimiento relativo al caso concreto y procederá, esta vez de oficio, al
examen de la norma que él habría debido aplicar al caso. Si la anula, el Tribunal
deberá, como lo harían las autoridades demandantes en un caso análogo, resolver
el litigio pendiente como si la norma anulada no hubiese sido nunca aplicada.
En el caso en que es llamado a
decidir también de la regularidad de actos individuales y en particular de
actos de autoridades administrativas, el Tribunal Constitucional debe,
naturalmente, ser instado por la acción de las personas cuyos intereses
jurídicamente protegidos han sido lesionados por el acto irregular. Si es
posible que los particulares sometan el acto jurídico individual al
conocimiento del Tribunal Constitucional, por irregularidad de la norma
general, en ejecución de la cual el acto individual ha sido regularmente
realizado, entonces los particulares tienen, en mayor medida que en el caso de
interposición de recursos en ocasión de un proceso judicial o administrativo,
la posibilidad de someter, indirectamente, normas generales al conocimiento del
propio Tribunal Constitucional.
20.b)
En el procedimiento ante el Tribunal Constitucional se recomienda
que,de una manera general, se siga el principio de publicidad y se acentúe su
carácter oral, aunque se trate, principalmente, de cuestiones de puro Derecho
en que la atención debe centrarse en las explicaciones contenidas en los
alegatos escritos que las partes pueden presentar - o, que deben presentar - al
Tribunal. Los asuntos que conoce el Tribunal Constitucional son de un interés
general tan considerable que no se podría, en principio, suprimir la publicidad
del procedimiento que solo una audiencia pública garantiza. Inclusive cabría
preguntar si la deliberación del colegiado de jueces no debería ser también en
audiencia pública.
Deberán tener acceso al
procedimiento de control: la autoridad cuyo acto es atacado, para permitirle
defender su regularidad; el órgano que interpone la demanda; eventualmente,
también el particular interesado en el litigio pendiente ante el Tribunal o
ante la autoridad administrativa que dio lugar al procedimiento de control, o
el particular que tenga derecho de someter el acto, inmediatamente, al
conocimiento del Tribunal Constitucional. La autoridad estaría representada por
su jefe jerárquico, por su presidente o por alguno de sus funcionarios, si es
posible, versado en Derecho. Para los particulares, sería conveniente hacer
obligatorio el patrocinio de abogado, en razón del carácter eminentemente
jurídico del litigio.
21.c)
La sentencia del Tribunal Constitucional, cuando encuentre fundada la demanda,
deberá declarar la anulación del acto atacado, de manera que aparezca como la
consecuencia del mismo fallo.
Para la anulación de las
normas que entran en vigor por su publicación, el acto de anulación, esto es,
la sentencia del Tribunal, debería ser también publicada de la misma manera en
que lo fue la norma anulada. Aunque no puede excluirse a
priori la idea de proporcionar al Tribunal un órgano informativo propio, un Boletín
Oficial (Bulletin officiel), para la publicación independiente
de sus sentencias de anulación, sería conveniente, en todo caso, publicar la
anulación de las leyes y de los reglamentos en el mismo órgano informativo en
que han sido publicados, y confiarlo a la misma autoridad. La sentencia del Tribunal
deberá, pues, contener, igualmente, la obligación de publicación precisando la
autoridad llamada a proceder a tal efecto.
La anulación no entraría en
vigor sino hasta su publicación. Sería conveniente que el Tribunal
Constitucional pudiera decidir, como lo hemos dicho, que la anulación,
especialmente de leyes y tratados internacionales, no surta efecto sino hasta
la expiración de un cierto plazo a partir de su publicación, aunque no sea más
que para dar al Parlamento la ocasión de reemplazar la ley inconstitucional por
una ley conforme con la Constitución, sin que la materia regulada por la ley
anulada quede sin reglamentación durante un tiempo relativamente largo.
Si la ley ha sido atacada por
un tribunal o una autoridad administrativa, en ocasión de su aplicación a un
caso concreto, la cuestión del efecto retroactivo podrá dar lugar a una
dificultad. Si la ley anulada no deja de estar en vigor sino hasta cierto
tiempo después de la publicación de su anulación y si, por tanto, las autoridades
deben continuar aplicándola, entonces no puede dispensarse a la autoridad
demandante su aplicación al caso concreto que ha provocado la demanda,
situación que disminuye su interés en someter las leyes inconstitucionales al Tribunal
Constitucional. Esto constituye un argumento suplementario en favor de la
atribución concedida al Tribunal Constitucional de poder reestablecer, anulando
inmediatamente la ley, el estado jurídico anterior a la entrada en vigor de la
ley anulada. Esta modalidad permite, ciertamente, darle a la sentencia de
anulación el efecto retroactivo deseable en el caso concreto que ha dado origen
a la demanda, proporcionándole al órgano legislativo el tiempo necesario para
preparar una ley nueva que responda a las exigencias de la Constitución.
V. LA SIGNIFICACIÓN
JURÍDICA Y POLÍTICA DE LA JUSTICIA CONSTITUCIONAL
22.-
Una Constitución a la que le falta la garantía de la anulabilidad de los actos
inconstitucionales, no es plenamente obligatoria en su sentido técnico. Aunque
en general, no se tenga conciencia de ello -porque una teoría jurídica dominada
por la política no permite tomar conciencia - una Constitución en la que los
actos inconstitucionales y en particular las leyes inconstitucionales se
mantienen válidos - no pudiéndose anular su inconstitucionalidad - equivale más
o menos, desde el punto de vista estrictamente jurídico, a un deseo sin fuerza
obligatoria. Toda ley, todo reglamento, e incluso, todo acto jurídico general
realizado por los particulares tiene una fuerza jurídica superior a la de esa
Constitución - a la cual estos actos se encuentran, sin embargo, subordinados y
de la que todos ellos deriva su validez -. El Derecho positivo vela, no
obstante, para que todo acto que esté en contradicción con una norma superior
pueda ser anulado, salvo cuando esa norma superior es la propia Constitución.
Este débil grado de fuerza
obligatoria real está en desacuerdo radical con la aparente firmeza, que llega
hasta la rigidez, que se confiere a la Constitución cuando se somete su
revisión a un procedimiento agravado. Ahora bien, ¿para qué tantas precauciones
si la normas de la Constitución, bien que prácticamente inmodificables, se
encuentran, en realidad, casi desprovistas de fuerza obligatoria?
Ciertamente que una
Constitución que no prevé un Tribunal Constitucional, o institución análoga,
para la anulación de los actos inconstitucionales, no se encuentra desprovista
totalmente de sentido jurídico. Su violación puede tener una cierta sanción
cuando existe al menos la institución de la responsabilidad ministerial,
sanción que es dirigida a ciertos órganos asociados en la confección de los
actos inconstitucionales, suponiendo que son culpables. Pero, abstracción hecha
de esta garantía que - como ya se ha señalado - no es muy eficaz porque deja
subsistir la ley inconstitucional, no se puede admitir en este caso que la
Constitución indique un procedimiento legislativo único, ni que fije realmente
los principios en cuanto al contenido de las leyes. La Constitución sin duda
dice en su texto que las leyes deberán ser elaboradas de tal o cual manera y
que no deben tener tal o cual contenido; pero admitiendo que las leyes
inconstitucionales serán también válidas, sucede, en realidad, que las leyes
pueden ser hechas de otra manera, y su contenido sobrepasar los límites asignados;
ya que las leyes inconstitucionales - ellas también - no pueden ser válidas más
que en virtud de una regla de la Constitución; esto es, ellas deben ser,
también, en uno u otro modo, constitucionales, puesto que son válidas. Pero eso
significa que el procedimiento legislativo expresamente indicado en la
Constitución, y las pautas señaladas ahí no son, a pesar de las apariencias,
disposiciones obligatorias sino solamente facultativas.
Que
las Constituciones a las cuales les falta la garantía de anulabilidad
de los actos inconstitucionales no sean, de hecho, interpretadas de esta forma,
es, precisamente el extraño efecto de este método al cual hemos hecho frecuente
alusión, y que disimula el contenido verdadero del Derecho por motivos
políticos - que no corresponden propiamente a los intereses políticos de los
que la Constitución es expresión -.
Una Constitución cuyas
disposiciones relativas a la legislación pueden ser violadas sin que de ello
resulte la anulación de las leyes inconstitucionales tiene, frente a los grados
inferiores del ordenamiento estatal, el mismo carácter obligatorio que tiene el
Derecho Internacional frente al Derecho interno. En efecto, cualquier acto
estatal contrario al Derecho Internacional no es por ello menos válido. La
única consecuencia de esta violación es que el. Estado lesionado
puede, en última instancia, hacer la guerra al Estado infractor; la violación
entraña una sanción puramente penal.
Igualmente,
una Constitución que ignora la justicia constitucional tiene como única
reacción contra su violación la sanción penal que ofrece la institución de la
responsabilidad ministerial. Es esta fuerza obligatoria mínima del Derecho Internacional
lo que conduce a cantidad de autores, por error sin duda, a negarle, de manera
general, el carácter de Derecho. Son motivos completamente semejantes los que
se oponen al fortalecimiento técnico del Derecho Internacional mediante la
institución de un tribunal internacional dotado de poderes de anulación y los
que se oponen al incremento de la fuerza obligatoria de la Constitución
mediante la organización de un Tribunal Constitucional.
Todo
lo anterior debe tenerse presente para poder apreciar la importancia de la
organización de la justicia constitucional.
23.-
Al lado de esta significación general, común a todas las Constituciones, la
justicia constitucional tiene también una importancia especial, que varía según
los rasgos característicos de la Constitución considerada. Esta importancia es
de primer orden para la República democrática, cuyas instituciones de control
son una condición de su existencia. Contra los ataques diversos, en parte
justificados, que son actualmente dirigidos contra la República democrática,
esta forma de Estado no puede defenderse mejor que organizando todas las garantías
posibles de la regularidad de las funciones estatales. Mientras más se
democratizan, más fortalecido debe ser el control. La justicia constitucional
tiene que ser, también, apreciada desde este punto de vista.
Asegurando
la confección constitucional de las leyes y, en especial, su constitucionalidad
material, la justicia constitucional es un medio de protección eficaz de la
minoría contra las invasiones de la mayoría. El dominio de la mayoría no se
hace soportable sino cuando es ejercido de manera regular. La forma
constitucional especial, que consiste habitualmente en que la revisión de la
Constitución depende de una mayoría calificada, significa que ciertas
cuestiones fundamentales no pueden ser resueltas más que de acuerdo con la
minoría: la mayoría simple no tiene - al menos en ciertas materias - el derecho
de imponer su voluntad a la minoría. Solamente una ley inconstitucional, si es
que es votada por mayoría simple, podría entonces invadir, en contra de la
voluntad de la minoría la esfera de sus intereses constitucionalmente
garantizados.
Toda minoría - de clase,
nacional o religiosa - cuyos intereses son protegidos de alguna manera por la
Constitución, tiene un interés enorme en la constitucionalidad de las leyes.
Esto es cierto en particular si suponemos un cambio de mayoría en que se deja a
la antigua mayoría, convertida ahora en minoría, una fuerza suficiente para
impedir la reunión de las condiciones necesarias para una revisión legal de la
Constitución. Si se ve que la esencia de la democracia no es la omnipotencia de
la mayoría, sino el compromiso constante entre los grupos representados en el
Parlamento por la mayoría y la minoría, y por tanto, en la paz social, la
justicia constitucional aparece como un medio particularmente idóneo para
realizar esta idea. La simple amenaza de interposición del recurso ante el Tribunal
Constitucional puede ser, en las manos de la minoría, un instrumento propicio
para impedir que la mayoría viole inconstitucionalmente sus intereses
jurídicamente protegidos y para oponerse, en última instancia, a la dictadura
de la mayoría que no es menos riesgosa para la. paz social, que la
de la minoría.
24.-
Pero es ciertamente en el Estado federal en donde la justicia constitucional
adquiere la más grande importancia. No es excesivo afirmar que la idea política
del Estado federal no se encuentra plenamente realizada más que con la
institución de un Tribunal Constitucional.
La esencia del Estado federal
consiste - si es que no se ve en él un problema de metafísica del Estado sino,
de acuerdo a una concepción enteramente realista, un tipo de organización
técnica del Estado que consiste en un reparto de funciones tanto legislativas como
ejecutivas entre los órganos centrales competentes para el Estado - o su
territorio - en su totalidad (Federación, Imperio, Estado), y una pluralidad de
órganos locales cuya competencia se limita a una subdivisión del Estado, a una
parte de su territorio (Estados-miembros, provincias, cantones, etc.); los
representantes de estos elementos del Estado designados de manera mediata - por
los Parlamentos o gobiernos locales - o inmediata - por la población de la
circunscripción - participan en la legislación y eventualmente, también en la
ejecución central. El Estado federal es, dicho de otro modo, un caso especial
de descentralización.
La reglamentación de esta
descentralización toma entonces el contenido esencial de la Constitución
general del Estado, la que determina, principalmente, cuáles materias serán
reglamentadas por las leyes centrales, y cuáles por las leyes locales;
asimismo, las materias que entrarán en la competencia ejecutiva de la
Federación y las que pertenecerán a la esfera ejecutiva de los
Estados-miembros. El reparto de competencias es el núcleo político
de la idea federal. Esto significa, desde el punto de vista técnico, que la constituciones
de los Estados federales no sólo regulan el procedimiento legislativo e imponen
ciertos principios sobre el contenido de las leyes, como sucede en los Estados
unitarios, sino que fijan, además, las materias respectivamente asignadas a la
legislación federal y a la legislación local.
Toda violación de esta línea
divisoria que establece la Constitución es una violación de la ley fundamental
del Estado federal. La protección de este límite constitucional de las
competencias entre la Federación y los Estados-miembros es una cuestión
políticamente vital en el Estado federal, donde los conflictos de competencia
dan lugar a luchas apasionadas. En el Estado federal, más que en ningún otro
lado, se hace sentir la necesidad de una institución objetiva que resuelva
estas luchas de modo pacífico; es menester un tribunal ante el cual estos
litigios pueden ser sometidos como problemas jurídicos y resueltos como tales;
en suma, es necesario un Tribunal Constitucional; ya que toda invasión de la
competencia de la Federación por un Estado-miembro, así como toda invasión a la
competencia de los Estados-miembros por parte de la Federación, es una
violación de la Constitución federal que hace de la Federación y de los Estados-miembros
una unidad total.
No se debe confundir esta Constitución
total, en la cual la distribución de competencias forma su parte esencial, con
la Constitución particular de la Federación, que le está subordinada, y que al
igual que las constituciones de los estados-miembros, es solo la constitución
de una parte, de un elemento del Estado, aunque sea único el órgano llamado a
modificar la Constitución total del Estado y la de la Federación.
Si se trata de actos
jurisdiccionales o administrativos contrarios a las reglas de competencias, las
vías de los recursos judiciales o administrativos de los Estados-miembros o de
la Federación ofrecen la posibilidad de anularlos por ilegalidad. No hay necesidad
de examinar aquí si esta garantía es suficiente para impedir de manera eficaz
que los actos administrativos de la Federación invadan la competencia de los
Estados-miembros, e inversamente, en particular, en caso de no existir un
tribunal administrativo supremo común a la Federación y a los Estados-miembros,
que, en la medida en que es llamado a controlar la conformidad de éstos a las
reglas de competencia, es decir su constitucionalidad, realiza ya una función -
al menos indirectamente - de Tribunal Constitucional.
Se puede observar sin embargo,
tomando en cuenta la oposición de intereses característico del Estado federal
entre la Federación y los Estados-miembros y la necesidad particularmente
fuerte de-una instancia decisiva, y por así decir, arbitral, que
funcione como órgano de la comunidad formada por colectividades jurídicas
coordinadas: la Federación y los Estados-miembros, que la cuestión de la
competencia que deba acordarse a un Tribunal Constitucional no se presenta
exactamente del mismo modo que en un Estado unitario centralizado. Y así, se
podría perfectamente pensar en confiar a un Tribunal Constitucional Federal el
control de actos administrativos individuales, pero exclusivamente en cuanto a
su conformidad con las reglas constitucionales de competencia. Sería necesario,
naturalmente, que el Tribunal Constitucional, que tendría que juzgar las leyes
y los reglamentos de la Federación de los Estados-miembros, ofreciera, por su
composición paritaria, garantías de objetividad suficiente y se presentara, no
como un órgano exclusivo de la Federación o de los Estados-miembros; sino como
el órgano de la colectividad que los engloba, es decir, de la Constitución
general del Estado federal, de la que el Tribunal estaría encargado de asegurar
el respeto.
Es una de las paradojas de la
teoría del Estado Federal presentar el principio de que el “Derecho federal
prevalece sobre el Derecho local” (Reichsrecht bricht Landrecht)
como si respondiera a la esencia del Estado federal, disimulando, solo por
ello, la necesidad de una jurisdicción constitucional para el Estado federal.
Es fácil demostrar que nada es tan contrario a la idea del Estado federal como
este principio, que hace depender la existencia política y jurídica de los
Estados-miembros de la buena voluntad de la Federación, a la que se permite
invadir inconstitucionalmente, por medio de leyes ordinarias o, incluso, por
medio de simples reglamentos, su competencia, arrogándose así, en contradicción
con la Constitución general del Estado Federal, las competencias de los
Estados-miembros.
El respeto verdadero de la idea
federal, que ha encontrado expresión en la Constitución general del Estado,
exige que el Derecho de la Federación invada lo menos posible el Derecho local,
como a la inversa, y que tanto el Derecho local como el federal sean, en sus
relaciones recíprocas, considerados en un plano de igualdad de acuerdo con la
Constitución general del Estado, que delimita sus competencias respectivas. Un
acto jurídico de la Federación que, excediendo el límite que le fija la
Constitución general, invada el ámbito constitucionalmente garantizado de los
Estados-miembros, no debe tener más valor jurídico que el acto de un
Estado-miembro que violara la competencia de la Federación. Este principio es
el único que responde a la esencia del Estado federal, y no puede ser realizado
mejor que por un Tribunal Constitucional.
La competencia natural - puesto
que resulta de la idea federalista - es que el Tribunal Constitucional debe
conocer, en fin, de todas las violaciones a las obligaciones de las cuales
pueda hacerse culpables no solo a los Estados-miembros sino, también, a la
Federación por el hecho de que sus órganos violen la Constitución general del
Estado en el ejercicio de sus funciones. Lo que se califica de ordinario de
ejecución federal (Bundes-Exekution)
y que constituye un problema tan difícil para la teoría y la práctica del
Estado federal, no debería presentarse - ya sea bajo la forma primitiva de una
responsabilidad colectiva y restitutoria (Erfolgshaftung)
o bajo la forma, técnicamente más perfeccionada, de una responsabilidad
individual y por omisión (Schuldhaftung)
del órgano responsable - sino como la ejecución de una sentencia del Tribunal
Constitucional en el que se establece la inconstitucionalidad de la conducta de
la Federación o de un Estado-miembro.
25.-
La misión que se asigna a una jurisdicción constitucional en el cuadro de un
Estado federal, hace resaltar de manera particularmente clara la afinidad que
existe entre la justicia constitucional y una justicia internacional destinada
a la protección del Derecho Internacional, aunque no fuera sino por la
proximidad de grados del ordenamiento jurídico que se trata de garantizar. Y,
como esta jurisdicción tiene como meta hacer inútil la guerra entre los
pueblos, entonces ella se afirma - en última instancia - como una garantía de
paz política en el Estado.
[Traducción de Rolando Tamayo y Salmorán.
Revisión de Domingo García Belaunde]
[1]
Traducida al castellano por Luis Legaz Lacambra; cfr. Hans Kelsen, Teoría General del Estado, Barcelona, Labor, 1934;
con reimpresiones en México y en España.
[2] Se puede pasar por alto el hecho de que aún esta
distinción no es una distinción de principios, pues el legislador
-especialmente el Parlamento- puede aprobar también normas individuales.
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